El deber de rescatar y la doble vara de medir la violencia
Hay momentos que definen a los pueblos y a las personas. El mayor atentado terrorista contra un pueblo en tiempos recientes -con miles de inocentes asesinados, heridos, violados, quemados vivos frente a sus familias y cientos de rehenes arrastrados como trofeos- no puede ser relativizado ni silenciado. Quienes perpetraron y celebraron esa barbarie mostraron la degradación moral a la que puede llegar una sociedad cuando el odio sustituye a la compasión.
Todo Estado tiene la obligación ineludible de proteger a sus ciudadanos, de rescatarlos, de perseguir a quienes los atacan con saña. No se trata de política: se trata de humanidad. Renunciar a ese deber sería aceptar que el terror puede imponerse por la fuerza y que la vida del inocente vale menos que la narrativa ideológica del momento.
Sin embargo, lo más escalofriante no fue solo el crimen, sino la celebración del crimen. Las imágenes de las calles de Gaza vitoreando a los terroristas de Hamas, aplaudiendo la humillación de rehenes, exhibiéndolos por las calles, mujeres y ancianos, son el retrato de una sociedad enferma de odio. No hay causa nacional ni religiosa que justifique semejante barbarie. Quien celebra la crueldad y la muerte no es un resistente: es cómplice moral de los verdugos.
Y mientras tanto, el mundo calla -o, peor aún, justifica. Los mismos sindicatos estudiantiles, partidos como Podemos o Sumar, y sectores del sanchismo y sus socios políticos, que se llenan la boca hablando de derechos humanos, callan ante la masacre y señalan a Israel por defenderse y rescatar a los suyos. Lo mismo ocurre con muchas organizaciones feministas que, ante la violación sistemática de mujeres, guardan silencio o desvían la mirada.
¿Dónde están sus pancartas cuando las mujeres son utilizadas como botín de guerra?
Defienden a un pueblo donde la mujer no tiene derechos, donde es propiedad y no persona, pero condenan al único Estado de la región donde las mujeres votan, gobiernan, estudian y combaten. Esa incoherencia moral es insoportable y revela que sus principios no se aplican de manera universal, sino selectiva, según intereses políticos o ideológicos.
La doble vara de medir se ha convertido en la marca de una parte de Occidente: condenar al país que defiende su existencia, mientras se exculpa o se romantiza a quienes pasean a mujeres secuestradas por las calles entre aplausos. Esta postura no es solo hipócrita: es peligrosa, porque normaliza la barbarie y el sufrimiento de inocentes.
Y, para completar el absurdo, los mismos que hoy denuncian a Israel por rescatar a sus rehenes fueron los que pedían a sus gobiernos intervenir para liberar a los activistas imprudentes de la llamada "Flotilla de la Libertad", que entraron voluntariamente en zona de guerra. Entonces exigían rescate y apoyo. Hoy, cuando se trata de civiles secuestrados, violados y torturados, piden contención.
Esa es la hipocresía que corroe los valores de Europa: una izquierda que ha perdido la brújula moral, que confunde causas con víctimas y convierte la ideología en excusa para el silencio ante el horror.
Luchar contra el terrorismo no es una opción política, es un deber ético. Y no hay equidistancia posible entre asesinos y asesinados. El rescate de los rehenes no es venganza: es dignidad. Es la afirmación de que cada vida cuenta y de que la barbarie no puede tener la última palabra. Quien calla ante el terror, o lo justifica, termina siendo parte de él.
No se extrañen: todos van de la mano con Bildu y fueron capaces de ser cómplices para pisotear la igualdad ante la ley, al dar impunidad a corruptos, delincuentes y fugados a cambio de poder. Y la gente dejándose manipular por esta manada de impresentables. Solo les mueve el poder y la notoriedad; no les importan las mujeres, los niños, los ancianos, los palestinos... nada. Solo son medios para seguir rucando, sin brújula ética ni moral.
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