El Entrego, política desde abajo
En El Entrego, un pequeño pueblo de San Martín del Rey Aurelio, un grupo de vecinos decidió salir a la calle. No pedían el fin del capitalismo global ni la condonación de la deuda externa. Pedían algo mucho más pedestre y, por eso mismo, más urgente: que tres hombres abandonaran un bajo ocupado que llevaba días alterando la vida del vecindario. Lo lograron tras dos noches de protesta y un despliegue policial que, de no haber mediado la presión vecinal, quizá nunca habría llegado. No hay pancartas internacionales ni hashtags solidarios en esa historia, pero sí una fotografía exacta del país que preferimos no mirar.
Porque, mientras los focos políticos se iluminan con causas nobles, globales y telegénicas, la realidad cotidiana se descompone en silencio. Como escribió el sociólogo Zygmunt Bauman, vivimos en una modernidad líquida en la que las élites políticas flotan sobre la superficie de los problemas reales sin llegar a mojarse. Es mucho más fácil ondear una bandera -la que sea- que bajar al barro de un conflicto vecinal, un impago o una ocupación. Lo primero da votos y buena conciencia; lo segundo, solo complicaciones.
De ahí que nuestros gobernantes, a izquierda y derecha, prefieran importarse conflictos. Palestina, la guerra cultural, las cumbres climáticas, las proclamas inclusivas... Todo vale mientras distraiga del ruido que viene de casa. En esa ceremonia de lo simbólico, como apuntó Pierre Bourdieu, la política se convierte en un "campo autónomo" desconectado de la experiencia cotidiana de quienes aún pagan hipotecas, facturas y seguros de hogar.
Y, sin embargo, la realidad es tozuda. Quien sufre una ocupación, un impago o la degradación de su barrio no necesita un discurso sobre la diversidad ni una medalla solidaria: necesita soluciones. El hartazgo tiene límites. A la gente normal -esa que apenas levanta la voz- le cansa ver cómo su esfuerzo, sus ahorros y su vivienda se convierten en terreno de nadie por culpa de leyes que confunden compasión con impunidad.
No hablamos de ideología, sino de algo mucho más básico: la propiedad como condición de la libertad. Quien no tiene garantizado lo suyo no es libre, por más que los discursos posmodernos insistan en lo contrario. El pequeño propietario que invirtió sus ahorros en un piso para complementar su jubilación, el joven que confió en el ladrillo como refugio, o el viajero que cierra con llave antes de salir... todos comparten una misma ansiedad: que el sistema no les protege.
El caso de El Entrego no es una anécdota; es un síntoma. Cuando los ciudadanos deben organizarse para hacer cumplir lo obvio -que una vivienda no puede ser tomada sin permiso-, es que algo se ha roto. Lo advirtió Ulrich Beck: las sociedades del riesgo se caracterizan porque el ciudadano percibe que las instituciones ya no garantizan su seguridad. Entonces surgen las movilizaciones espontáneas, las protestas no mediadas, el murmullo del hartazgo.
Pero esas voces incomodan. Obligan a los políticos a mirar donde no quieren: al portal de al lado. Porque mientras se discute en el Parlamento sobre pronombres, cuotas o conflictos a miles de kilómetros, hay barrios donde el vecindario debe vigilar por turnos. Y no por xenofobia ni por odio, sino por cansancio. Por esa sensación de que nadie escucha lo que ocurre en casa.
España vive atrapada entre el discurso correcto y la realidad incómoda. Hay quienes creen que hablar de okupación o inseguridad es populismo. Otros, que mencionar el malestar vecinal es alimentar la intolerancia. Pero el silencio no es política: es abandono. Y cuando la gente percibe que su esfuerzo no vale nada, que la ley no le ampara, empieza a reclamar lo que antes daba por hecho.
Quizá lo de El Entrego sea una señal de alarma. No por los tres hombres desalojados, sino por los cientos de vecinos que, hartos de discursos lejanos, decidieron recuperar algo tan elemental como su propio barrio. La libertad, decía Bauman, comienza cuando uno puede cerrar la puerta y saber que al volver seguirá siendo su casa. Todo lo demás -las banderas, los gestos, los discursos- es ruido. Y del ruido ya vamos sobrados.
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