Ninguna sociedad puede llamarse humana si construye su bienestar sobre el cansancio de quienes cuidan
Mientras Asturias se engalana para las visitas ilustres, algunas seguimos en el reverso del decorado: en las residencias, donde el acto oficial es lograr que el ascensor funcione antes de la cena.
Durante la pandemia se aplaudió a los héroes y se otorgaron premios, también -de soslayo- al personal de residencias, la verdadera cenicienta de aquella concordia. Pero al día siguiente volvimos a los turnos imposibles, las mascarillas recicladas y el gel con aroma a aguardiente.
A falta de medios, tuvimos coraje; a falta de descanso, voluntad. Acompañamos, limpiamos, consolamos y sostuvimos vidas cuando nadie más podía. Con la responsabilidad brutal de sostener el sistema cuando poco o nada se nos facilitó. Éramos esenciales e invisibles, y así seguimos.
Las empresas lamentan que "no hay profesionales en el mercado", como si habláramos de trufas. No falta gente: ¡se va porque se agota!. En algunas residencias, liderar consiste en vigilar, sancionar y prohibir descansos. Las cámaras sustituyen al látigo y reclamar derechos se vuelve un acto de temeridad.
Mientras tanto, las patronales piden más fondos y publican informes sobre "sostenibilidad" e "innovación", olvidando palabras como "respeto" o "salario digno".
Antes de pedir más dinero, deberían mirar hacia dentro: mejorar plantillas, sueldos y liderazgos capaces de cuidar también a quienes cuidan.
Porque la dignidad de una residencia no se mide en tablets ni rótulos brillantes, sino en cómo se trata a las personas: las mayores y las que las sostienen cada día.
Al final, todos acabaremos, si hay suerte, al otro lado del pasillo, y quizás entonces ya no quede nadie con fuerzas para abrochar una bata o recordarnos el nombre del gato.
Yolanda Piquero, más de veinte años en el sector residencial, con un deseo: que cuidar deje de ser heroico y empiece a ser digno.
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