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El delirio del beduino

28 de Febrero del 2011 - Enrique Alvarez-Santullano Fontaneda (Oviedo)

Por los lujosos pasillos de la zona de banquetes del palacio de Bab el Azizia, el viejo coronel parece un boxeador haciendo sombras. Sus hijos le esperan en el salón principal. Ha logrado por fin dormir unas horas en el exclusivo bunker que el mismo mandó construir tras el bombardeo de Reagan. Desde que Galyna Kolonistka, su enfermera personal, le abandonó, nadie ha sido capaz de dar con la dosis exacta de sus ansiolíticos. La insulta y maldice con odio, se encuentra cansado e irritable. Su séquito trata de seguirle el paso: ha liberado los brazos bajo su túnica y lanza fintas que cortan el aire acompañadas de resoplidos y palabras incomprensibles. De vez en vez, el greñudo tirano se detiene ante espejos de cuerpo entero y ensaya una mirada de malvado, los ojos cada vez más pequeños y ensangrentados. Luego se yergue e hincha su pecho. Lo que el espejo devuelve es una improbable mezcla entre Lord Byron y Keith Richards. Desde hace días sufre picores por todo el cuerpo y se rasca sin éxito. Sospecha que han debido de intentar envenenarlo y no se fía ni de las ubres de sus camellas. Esta desconfianza le hace girar continuamente la cabeza par ver quien camina tras él. Tiene extrañas visiones: muchas de sus víctimas se le aparecen en palacio entre su guardia personal y se atreven a mirarle a los ojos sonriendo. También escucha un sonido que no existe, como el silbido de las bombas. A su gente le cuesta convencerlo para que salga de los armarios o bajo las mesas donde se esconde cuando esto ocurre. También habla solo con frecuencia, largas parrafadas. Eleva la cabeza, cierra los ojos y, con los puños cerrados, agita los brazos. Es entonces cuando se manifiestan esos temblores tan preocupantes que incluso le hacen pensar que ha perdido la razón. Ha llegado a confundir su mansión con la cárcel- hospital de Al Kuifiya. Ahora camina enhiesto y orgulloso. En la sala al final del pasillo sus hijos le esperan para organizar un viaje al extranjero o una fiesta homenaje así mismo, ya no recuerda qué. El coronel abre la puerta y no ve las lámparas de araña, ni los tapices, ni los grandes ventanales con sus vistas al puerto de Trípoli. Tampoco a sus hijos. Solo un cuarto de paredes encaladas sin ventanas, una mesa de madera y tres hombres de bata blanca. Tras él, soldados armados lo empujan y cierran la puerta entre risas.

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