Educar sin prisas
Cada mañana, en muchas casas de Asturias, se repite la misma escena. El despertador suena demasiado pronto, los niños se visten a medias mientras alguien busca las llaves y otro calienta la leche. En el camino al colegio, el reloj marca la pauta. Llegamos, dejamos, corremos. Y el día no ha hecho más que empezar.
A veces pienso que vivimos educando entre prisas. Pedimos calma a los niños cuando nosotros somos los primeros en correr; les pedimos atención en un mundo que no deja de distraerlos. Queremos enseñarles a mirar el mundo con curiosidad, pero apenas tenemos tiempo para mirarles a ellos.
En la escuela pasa lo mismo. Profesores que preparan clases entre reuniones, padres que revisan tareas por la noche con los ojos medio cerrados, alumnos que saltan de actividad en actividad como si cada hora fuera una casilla más en un tablero. Todo está programado, pero casi nada tiene espacio para la calma.
No es que falte implicación -sobran ganas y vocación-, lo que falta es tiempo. Tiempo para escuchar con paciencia una historia que se desvía del tema. Tiempo para dejar que un error se convierta en aprendizaje. Tiempo para acompañar sin mirar el móvil, sin esa sensación de que todo se nos escapa.
Queremos que nuestros hijos sean empáticos, creativos, capaces de pensar por sí mismos. Pero educar no es solo enseñar contenidos: es ofrecer presencia, ejemplo y serenidad. Y eso no se improvisa. Requiere un ritmo más humano, menos apremiado, que hoy parece un lujo.
Quizás la verdadera conciliación empiece ahí: en poder vivir sin tener que correr tanto. Porque, si la infancia pasa entre prisas, lo que se nos escapa no son solo los minutos, sino el sentido mismo de educar.
A veces, detenerse no es perder tiempo, sino justo lo contrario: es recuperarlo.
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