Castañas contra calabazas
Cada año, cuando se acerca el 31 de octubre, me invade una mezcla de nostalgia y tristeza.
Antes, esperábamos con ilusión el Día de Todos los Santos, o, como decíamos en casa, la
Castañada. Era una época mágica, el olor a castañas recién asadas, los boniatos humeantes, el calor del fuego y la emoción de salir con los amigos a la calle con un cubo lleno de
castañas para venderlas por las casas. No había disfraces ni calabazas de plástico, pero sí
una alegría auténtica, sencilla, compartida.
Hoy, en cambio, parece que Halloween ha llegado para quedarse. Las tiendas se llenan de esqueletos, máscaras y caramelos importados, y poco a poco se va apagando el espíritu de
una tradición que nos unía alrededor de algo tan simple como un fuego en un bidón de
hierro y la compañía. No es una guerra contra lo nuevo, sino un llamado a no olvidar lo
nuestro.
Sería bonito que las nuevas generaciones también conocieran el sabor de una castaña
caliente en otoño, el valor de reunirse, de compartir y de vivir esa pequeña magia que no
viene de Estados Unidos, sino de nuestros propios recuerdos.
Al menos, eso es lo que yo intentaré inculcar a mis hijos, el sentido de tener algo que es
nuestro, que no viene de ningún otro lugar, y que no necesita adornos ni disfraces para
ser especial. Ojalá muchos padres y madres hagan lo mismo y mantengamos viva una
tradición que, más allá del fuego y las castañas, nos recuerda quiénes somos.
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