Sobre el discurso de la Princesa Leonor
Acostumbrados como estamos a la oratoria ramplona y menguada de los políticos, a los lugares comunes de los pregones, a los dimes y diretes de los predicadores de medio pelo y a la cháchara pomposa de los que, al ir a recoger algún galardón literario, se piensan que están ante la Asamblea de la ONU, el alegato de la Princesa Leonor, durante la ceremonia de entrega de los premios que llevan su nombre, sonó como música de cámara y con las cosas tan últimas, tan enteradas y tan valientes que dijo llenó de aire fresco las estancias del viejo caserón en el que los españoles nos despellejamos unos a otros cada día, desde que madruga Dios hasta que anochece. Estuvo más que acertada, pues, y tiene su mérito porque en esto de las disertaciones, aunque se traigan los papeles sabidos y masticados, hay que hilar fino para que no se duerma la concurrencia o acaben lloviendo pitos y piedras. Y resulta llamativo que los vocingleros de la izquierda, los odiadores profesionales, los antimonárquicos y el suspicaz ministro de turno no hayan salido en tromba a criticar a la alférez Borbón, que dice Eduardo Lagar. Puede que sea porque estaban todos ocupados en cambiar la hora a los relojes o esperando como agua de mayo las noticias de Perpiñán. Yo me inclinó a pensar que siguen parapetados en esa trinchera a la que aludió la juvenil sucesora y que invitaba a abandonar entre los titubeos propios de la bisoñez y ciertos asomos de regia dignidad. Y temo que aquellos ya la han cavado tan profunda que desde allí son incapaces de oír las palabras de concordia que, al menos, todavía resuenan por los aledaños del teatro Campoamor.
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