El morro y los "consensos científicos"
Allá por el mes de marzo, coincidiendo con el anterior cambio horario, y quizá animado biorrítmicamente por sus esperados réditos medioambientales, el que esto escribe se permitió fabular, desde esta acogedora "speakers corner" de LNE, acerca de la que podría ser una nueva "amenaza global" con la que los mayorales de la ganadería tratarían de seguir manteniendo acollonadillo y manejable al rebaño.
Y es que tras los agobios del "calentamiento global algorense" -ascendido por méritos de guerra y supuestos consensos científicos a "cambio climático antropogénico" (y antropo-enmendable en un contexto de cancelación y dependencia, geográfica e ideológicamente selectivo)-, y tras la terrible experiencia de una pandemia de oscuro origen, el guion exigía que asomase otro cataclismo, natural o inducido, para mantenernos en vilo. Así, sin saber ni poder distinguir bien entre cortinas de humo y humaredas catastróficas -y mientras que incendiarios, secuaces y oportunistas hacían impúdica y criminalmente sus respectivos agostos-, una pátina letal ha venido embadurnado y enrareciendo para mucho tiempo el decorado de nuestra decadente sociedad: una inédita pero fundada y preventiva desconfianza -susceptible de convertirse en alergia conspiranoica- con respecto a autoridades, instituciones gubernamentales y no gubernamentales mercenarias, oligarquías funcionariales, empresas contaminadas, asesores, "expertos" y "científicos" en nómina. Por eso, a la vez que bravucones expeditivos trataban de llevar de las orejas a unos para hacer las paces con otros, y napoleoncitos desubicados comenzaban a poner fechas para acudir bien pertrechados a una Tercera Guerra Mundial, a este firmante se le ocurrió otra cosa. Se le ocurrió sugerir el retorno de terrores clásicos que, al menos, unirían temporalmente a humanos y humanas en conflictos con otros mundos, a choques entre planetas o al impacto de asteroides (desde el adormecido Apophis al entonces emergente YR4).
¡Qué original ¿no?!
Pues no. Ha sido que no.
La realidad está siendo otra y, siete meses después, el remio (del) Planeta pudiera merecidamente haber correspondido a quien, de la mano de Grok, hubiera pergeñado, a tiempo de concursar, una historia entonces impensable, en la que un multimillonario megainfluencer tecnológico -pontífice de un rentable dogma, perseguidor de infieles y condecorador de contribuyentes- se hubiera caído del caballo (eléctrico) tras aparecérsele la Divinidad (dejémoslo en modo anónimo, para evitar conflictos colaterales) susurrándole al oído: -¡Tranquilo, tío, que a ti y a tu tribu os garantizo que vais a tener climas climáticos del Paraíso, y para rato. Ve y lo cascas o difundes! ¿Imaginan el jugoso entretejido de historietas que podría seguir, con nombres, apellidos y motes, pompis al aire, palos caídos de sombrajos, carritos del helado abandonados, financiaciones abortadas, discursos atemperados o chasqueados y proyectos a pique, gentes llorando, aplaudiendo y/o desternillándose, expertos al paro y personajes en búsqueda de otros autores?
En una segunda parte de la obra se podría aclarar que lo de la costalada místico-mediática del jinete había sido un bulo, y los fabricantes de fango propalarían que lo que realmente le había sucedido al magnate en cuestión, en alguno de sus avatares existenciales, había sido que su olfato le llevó a orientar sus negocios en otra dirección porque -simplemente y a otro nivel protocolario- su ángel de la guarda (o un diablillo de Maxwell) le había anunciado la proximidad de otra peste que iba a requerir ingentes, inexplorados -y rentables- recursos preventivos, terapéuticos, paliativos y responsoriales.
Y ya puestos, y como no hay dos sin trilogía -sobre todo si hay pasta gansa, y esto se las prometía de best seller-, en el tráiler precursor de la versión cinematográfica de una tercera parte de la historia ya se podría mostrar un curioso matraz -en boca de expertos: Erlenmeyer aforado y hermético- cayendo al suelo, no se sabe con qué, ni cómo, ni por qué, desde la mesa de un siniestro laboratorio, desde cuya ventana se adivinaban desiertos y montañas lejanas que, a lo peor, no lo eran tanto.
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