Ciudadanos de Roma y herederos de Europa
Tú, asturiano, eres un romano. Lo eres, como también lo son el cántabro, el palentino, el de Segorbe y hasta el gaditano.
Desde tiempos del emperador Caracalla, quien concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio, nos hemos convertido en ciudadanos de Roma. Todos y cada uno de nosotros, nacidos en esta piel de toro, al igual que tomamos el primer suspiro y absorbemos el pecado original, llevamos la ciudadanía tatuada hasta en la mismísima alma. La ciudadanía romana es un derecho de cuna, una concesión refrendada por un edicto que hasta hoy nadie, en ningún momento, se ha ocupado de derogar.
Y así, en este instante, sin pretenderlo, vas a leer estas líneas y descubrir tu calidad de ciudadano romano. Culturalmente llevamos siglos cumpliendo con los rigores de nuestros usos y costumbres, prácticas y usanzas, creyendo que eran propios de singular ciudadanía local. No obstante, todos nosotros respiramos las formas que aquellos hijos de la Ciudad Eterna exportaron, las mismas que hoy conforman, sin que apenas lo notemos, nuestro ADN colectivo.
A lo largo de nuestra historia hemos usado las plazas como foros, hasta nos hemos reunido en torno a un árbol central, enterrado a nuestros familiares y respetado las leyes de Dios y del hombre. Hemos sido partícipes de la "res publica", al igual que sucedía en tiempos de Julio César, de los Graco, Sila o Mario. La "res publica" apenas ha mudado, sigue igual, llena de traiciones, puñaladas, conspiraciones y saunas. Es lo mismo que ocurre hoy en nuestra política, que también fue la de antes, porque no cabe duda de que la hemos heredado y nos es afín.
Nosotros, sucesores del antiguo Imperio al que hoy llamamos Europa, también sostuvimos la antorcha del conocimiento, una luz que brilló durante siglos y que ahora parece que entre todos estamos apagando, pero que lo hacemos con nuestro silencio. Ese fuego que antes iluminaba y calentaba ahora tan solo nos chamusca los dedos.
Eres romano, y lo eres de pleno derecho. Pero antes de que quieras cambiar el Tesla por un auriga, o tus pantalones chinos por una túnica, tienes que saber que llegas tarde. En este instante estamos asistiendo a la última caída de Roma, la nuestra y la de tus hijos, esos que han sustituido el circo por el fútbol o la "tabula" por el móvil. Se difumina poco a poco el orgullo de portar el estandarte de una civilización generadora, y todo por culpa -y vergüenza- de un pueblo que se desvanece en el silencio más atronador.
Todavía se escuchan los ecos de un pasado que, en realidad, aún resuena… aunque ya nadie escucha. Vivimos atenazados por un miedo, creyéndonos herederos de una culpa de nuevo cuño: la responsabilidad por la verificación y el nuevo revisionismo. Muchos historiadores se han subido al carro de esa revisión histórica, pero sin atender a ningún análisis, sin estudiar y sin probar, lo han hecho únicamente guiados por la moda y el miedo.
Sumario: De los tiempos de Caracalla a nuestro días
Destacado: Y en este instante, perdidos en el océano de la indiferencia, los últimos romanos contemplamos desde nuestros salones cómo nuestra civilización es conquistada y cuestionada
Pero en los asuntos serios, en aquellos que atañen directamente a nuestro pasado y cuyos actos han empujado a las civilizaciones, debe actuarse con absoluta cordura y madurez. Ya predijo Séneca cuando anotó que “no hay viento favorable para quien no sabe a qué puerto se dirige”.
Y en este instante, perdidos en el océano de la indiferencia, los últimos romanos contemplamos desde nuestros salones cómo nuestra civilización es conquistada y cuestionada. A los ojos de un historiador y con el objeto de los cambios, bien parece que hemos vuelto al año 476, cuando los bárbaros cruzaron el "limes", ese lugar en que vivían más allá de la frontera, con costumbres ajenas, extrañas e incluso opuestas a las estimadas por los herederos de Rómulo.
Hoy llegan hombres de todo lugar, civilizaciones de todo calado, y además lo hacen por millares. Es evidente que su crecimiento y bienestar ha fracasado. Buscan un nuevo futuro, una nueva oportunidad, pero nadie analiza que, en realidad, su desarrollo no ha funcionado y que se ha arrastrado hasta la decadencia. Sorprende, no obstante, que, sabiendo del oscurantismo y trastorno de ese “progreso”, alcancen otras tierras y se empeñen y luchen por replicar aquellos usos que llevaron a su cultura y civilización a desmoronarse. Porque lo que no funciona... no funciona.
Estamos ante una singular paradoja que, en lugar de abrir debates, se resuelve a golpe de tuit, asumiendo de este modo -y con absoluta docilidad- cualquier pérdida. La clase política vive hoy presa de su propio miedo, preocupada solamente por encuestas y votos, abrazando en sus discursos el nombre de una multiculturalidad quimérica, como también promocionando y acusando a quienes disienten.
Nuestra Roma vuelve a decaer, aunque todavía viven luces frente a las sombras, hay islas luminosas en el viejo Mare Nostrum en donde sobrevive el espíritu de una antigua civilización que, gracias a la Hispanidad y a la Iberosfera, se extendió por los siglos más allá del fin de los mares, donde los mapas advertían "hic sunt dracones".
Hoy también quiero hablar de hispanistas como Marcelo Gullo, quien enarbola la bandera de la unidad cultural entre ambas orillas, al igual que antaño hicieron tlaxcaltecas, totonacas, chachapoyas o huancas. Ese grupo de pueblos que se unieron -como uno más- a nosotros, humildes herederos de Roma.
Desde siempre hemos sido ejemplo de virtudes, como muchos siglos antes lo fueron turdetanos, tarraconenses o edetanos, quienes adoptaron y aceptaron los usos y costumbres romanos, adaptándolos al suyo propio y mejorando en todo.
Hoy quiero hablar también de Alfonso Borrego, indio apache, que con voz firme rescata cada día la memoria de un pueblo que quisieron silenciar por la fuerza y que, pese a todo, conservó el patrimonio de la honra. Hoy también viven agradecidos con esta última propiedad de Roma que fue -y aún es- España.
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