España, un país sin control, rumbo a perder su identidad
El crecimiento sin límite de extranjeros que viven en España -inmigrantes, turistas de larga estancia, visitantes que deciden quedarse- se ha convertido en un problema innegable. Cada día son más quienes utilizan nuestras infraestructuras, instituciones y servicios públicos: sanidad, ambulancias, vivienda, policía, aeropuertos, carreteras... Todo financiado con el esfuerzo de los españoles. Y ahora, nuestra calidad de vida se deteriora al tener que compartir recursos con quienes no han aportado un solo euro al Estado del Bienestar, construido con años de trabajo, sacrificio y altos impuestos.
Las consecuencias saltan a la vista: presión creciente sobre los servicios públicos, listas de espera interminables en la sanidad, fondos que cada vez alcanzan menos. Lo que antes era sostenible hoy se diluye entre demasiados.
Pongamos un ejemplo sencillo: una familia que puede acoger a dos personas, si llegan cuatro, diez o más, se ve obligada a decidir entre poner límites o aceptar que lo que tiene deje de ser suficiente. Lo que podía ser bienestar para dos se convierte en dificultad para todos, incluidos ellos mismos. Alguien con buena intención que abra su casa sin control destruiría toda su tranquilidad y bienestar.
A esto se suma el encarecimiento generalizado: vivienda, cesta de la compra, automóviles... todo sube sin freno. Ese "dejar hacer", ese efecto llamada constante, ha provocado que muchos lleguen sabiendo desde sus países de origen -Marruecos, Senegal, Argelia, Túnez...- qué comunidades españolas ofrecen más facilidades para acogerlos. No todos vienen a integrarse; traen sus propias costumbres y, en algunos casos, creencias que pueden chocar con las libertades, la tolerancia y la igualdad que tanto ha costado construir en nuestro país. Con esta permisividad, todo se desmorona poco a poco.
Quiero dejarlo claro: bajo un control institucional, debemos dar preferencia a países hermanos de América Latina, con quienes tenemos una deuda especial de hermandad, lengua y cultura. Ellos sí vienen a integrarse. Y, por supuesto, debemos cumplir con lo que nos obliga la acogida de refugiados.
Pero, cuidado: no hablo solo de inmigración irregular. También me preocupa el turismo de larga estancia: ingleses, italianos, rusos, suecos, noruegos... que llegan por aeropuertos y se quedan meses o años, disfrutando de nuestro sol y nuestra vida tranquila, usando nuestras infraestructuras y servicios públicos -como sanidad y seguridad-, para los que no han contribuido. Cambiamos inversión sostenible por unos pocos empleos temporales y, como resultado, muchos trabajadores y familias no encuentran vivienda digna.
Ustedes tendrán hijos y comprobarán la dificultad para encontrar un hogar; tendrán abuelos y verán lo complicado que es hallar una residencia asequible; tendrán familiares enfermos y experimentarán la desesperante espera para ser atendidos. Tendrán criterio propio y verán que, si seguimos así, España dejará de parecerse a sí misma y empezará a parecerse a quienes llegan sin control ni compromiso de respetar nuestras normas y nuestra forma de vida.
Que nadie se equivoque: quien venga a trabajar, a integrarse y a respetar nuestras leyes y valores será bienvenido. Pero todo debe hacerse bajo control institucional. Si dejamos que este país sea para todos sin orden ni medida, lo convertiremos en un país para nadie. Grandes imperios y naciones han caído por malos dirigentes; no pensemos que seremos inmunes. Quien no lo vea, mira solo por sí mismo y no por sus hijos o nietos.
En mi casa será bien recibido cualquiera que venga con respeto y educación; pero sin llamar a la puerta, no se lo permito a nadie.
Dentro de dos años, España podría ser irreconocible. La destrucción de la familia tradicional -que aportaba continuidad cultural y valores- se combina con otros factores que alteran nuestra sociedad: aborto casi libre, reconocimiento de infinitas tendencias de sensaciones sexuales, vicios, trastornos mentales (al cerrarse los manicomios, todos andan sueltos), adicciones, gustos y regustos... se abre la veda a la estupidez infinita.
Si sumamos que ya hay más perritos en pisos que niños, que se protege más a una mascota y a un huevo de golondrina que a los abuelos y a los seres humanos en cascarón... lo que viene no me interesa verlo. Me iré gustoso, dejándoles un revuelto de sensaciones impredecibles.
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