Un catalán en Asturies
Escribo desde Cataluña tras haber pasado unos días viajando por tierras asturianas. Mi visita, inicialmente motivada por el simple deseo de hacer una escapada al Norte, se convirtió en una revelación sobre la verdadera esencia que, a mi juicio, toda España debería ensalzar y de la que a menudo presume.
Asturias es puro romanticismo concentrado.
Más allá de la belleza monumental de sus Picos de Europa o la infinita intensidad de su verde, la región ofrece un viaje a las raíces. Su historia, la de un antiguo reino, se siente palpable en cada esquina y en la dignidad de su patrimonio. No es una historia envasada para el turista; es una historia que late.
La gastronomía es otro pilar de esta experiencia. La contundencia de una fabada, el rito social de escanciar sidra, no son solo comidas, son actos culturales de convivencia. Una gastronomía sincera, de producto y de mesa compartida, alejada de las modas efímeras.
Pero lo que más impacta es su gente. En Asturias encontré una calidez directa y una sencillez que desarman. Una hospitalidad que se siente genuina.
Esta mezcla de naturaleza indómita, historia profunda, mesa generosa y, sobre todo, buena gente me recordó el alma auténtica de la que, desde la diversidad de nuestros pueblos, todos deberíamos sentirnos orgullosos. Un trozo de España que, para este catalán, ha sido una auténtica y necesaria lección de belleza.
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