Galicismos y cine de monstruos
Luc Besson, aunque ya entradito en años, sigue siendo el "enfant terrible" del cine francés, y ahí está, en la pomada, para deleite de los críticos y desesperación del gran público, que siempre sale del cinema empachado de sus excesos, como si se acabara de meter entre pecho y espalda un entrecot de corchopán. Ahora ha tenido la feliz idea de sacar al pobre Drácula del ataúd, ponerle un moño, envolverlo en macramé y exponerlo a la luz de esta era digital, y nos ofrece un espectáculo que lleva el sello de su extravagante "savoir faire" y acusa la ausencia de todo sentido del ridículo. Hay quien afirma con desparpajo que "Drácula: una historia de amor" es una película glamurosa, conmovedora, divertida y "fantastique", un auténtico festín del que, por desgracia, no he podido disfrutar porque a mí no me gustan las propuestas cinematográficas sin chicha ni limoná, ni las que abusan del artificio y la desmesura y te las tratan de vender como "delicatessen". Tampoco me entusiasman los plagios. Dice la periodista cultural Lucía Cabanelas que Luc Besson bebe de la obra que Francis Ford Coppola hizo en los noventa sobre el veterano vampiro. Yo me atrevería a decir que no solo ha bebido, sino que se ha ventilado todas las bodegas de aquel, que también es un famoso vinatero.
Al menos pasé miedo el día del estreno. Miedo a la reacción de mi "fiancée" después de haberla arrastrado al primer pase, a la oscuridad de la sala, a un grupo de espectadores que tenían gana de bulla, a que me fastidiara algún diente comiendo palomitas y, sobre todo, al precio de las entradas, ¡un verdadero sablazo! Por suerte, el canguelo se esfumó en cuanto vi la cara de Caleb Landry Jones, actor fetiche de Besson, y luego ya fue un no parar de aburrirse hasta que aparecieron los títulos de crédito. Y es que los monstruos del celuloide ya no asustan a nadie. Mejor no hablar de esos otros que nos acechan en cada esquina y hoy son multitud.
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