La razón, esa vecina que nunca está en casa
La razón, ya lo sabemos, es como esa vecina que todos creemos conocer pero que nunca está cuando uno llama al timbre de su casa. Y, aun así, hay quien presume de tenerla en exclusiva, como si la hubiera inscrito a su nombre en el Registro de la Propiedad. Pero la razón, esa escurridiza señora, no es de dos personas, ni de la mitad de la comunidad vecinal, ni de dos países, ni de medio mundo contra el otro medio. La razón, cuando aparece, suele venir dividida en mitades imperfectas (como si dijéremos... mitad grande y mitad pequeña) que, eso sí, siempre suman un cien por cien. Como las tortillas de mi abuela, que, hechas con prisa, nunca salían redondas del todo, pero siempre suficientes para todos.
El problema es que nos hemos acostumbrado a vivir como si la razón fuese el último paraguas del portal cuando llueve: o lo cojo yo o te mojas tú. Y así nos va, discutiendo como si cada discrepancia fuese un asunto de Estado, cuando, en realidad, casi todo se resolvería con un poco de retranca, una silla más cerca en la cocina y en medio unas castañas regadas con sidra de Solleiro.
A veces pienso que lo que nos pierde no es la falta de razón, sino el exceso de necesidad de tenerla. Nos aferramos a nuestras certezas como quien sujeta el manillar de la bici bajando el puerto con viento atravesado del nordeste. Y, claro, así no hay manera de escuchar al otro. Conviene recordar que la razón, cuando se la aprieta demasiado, se vuelve amarga. Pero si se comparte, se vuelve casi dulce, como ese último trozo de tarta que uno ofrece aun con ganas de zampárselo.
Vivimos tiempos en los que todo se ha convertido en dos bandos que ni se miran. Pero la vida, la real, no la que cacarean en las tertulias por ahí, suele ser más sencilla. Podíamos extractarla en dos personas que ven lo mismo desde esquinas distintas. Nada más. Lo pienso así porque, a veces, basta moverse medio paso para descubrir que el otro también tenía su parte de claridad. O su parte de sombra, que para el caso es lo mismo.
Y al final, ¿qué nos queda? Pues lo de siempre, un poco de humildad, un poco de humor y un poco de sensibilidad para aceptar que nadie tiene el monopolio de la razón. Que todos la rozamos, la perdemos, la recuperamos, y que en ese ir y venir se nos va pasando la vida, generalmente más cabreados que felices, que eso es lo peor de la cuestión.
Quizá la verdadera sabiduría, esa que no enseña ningún notario de televisión, consista en entender que la razón solo se vuelve completa cuando dejamos espacio al otro. Cuando nos quitamos un poco de importancia y recordamos que estamos hechos de dudas, de afectos, de ganas de que nos entiendan... y de esa retranca tan abundante antes en nuestro occidente asturiano y cada vez menos practicada que, bien usada, sirve para tender puentes sin que se note demasiado. Así que tratemos de resucitarla, nos dará vida a todos.
Corto el rollo, amigo lector, recordando aquella arenga de mi pesado amigo jubilado, Bras, que nos decía un día en el diario paseo: "... porque la razón, como la felicidad, no es para guardarla bajo llave. Es para repartirla. Aunque sea en mitades, aunque esas mitades nunca nos queden perfectas".
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