Raíces, el lugar al que volvemos incluso cuando nos vamos
Cada vez que vuelvo a casa, a mi pueblín asturiano y a mi familia, siento que el tiempo fluye de un modo distinto. Como si, al cruzar la puerta por la que he pasado toda mi vida, recuperara automáticamente la versión más pequeña de mí misma, esa en la que aún no tenía prisas, ni preocupaciones, ni mucho menos obligaciones.
Sin embargo, esa sensación se mezcla siempre con otra, la de saber que, tarde o temprano, tendré que volver a la gran ciudad, ese lugar donde, para bien o para mal, las obligaciones sí existen y las rutinas se vuelven casi instinto, aquella donde intento construir paso a paso la mejor versión de mi vida adulta.
Creo que muchos jóvenes, y lo sé por eternas charlas con amigos y conocidos, vivimos en ese equilibrio extraño entre el hogar que nos formó y la vida que estamos intentando crear lejos de él. Volver a casa reconforta, sí, pero también nos enfrenta a lo que fuimos, a lo que somos fuera de ahí e incluso a lo que aún no sabemos ser. Pero, aun así, también estamos de acuerdo con que cada regreso nos recuerda lo esencial. El hogar no es un lugar del que escapar, sino un lugar que nos sostiene.
Y quizá madurar sea eso también, aprender a irse sin romper, a volver sin retroceder y a valorar a quienes nos esperan con las mismas ganas de siempre. Ojalá, entre tantas prisas, y tanta construcción de nuestras futuras versiones, no perdamos la costumbre de mirar atrás y recordar quiénes somos.
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