Una Asturias sin José Antonio Fidalgo
Ha muerto José Antonio Fidalgo, un hombre que lo sabía todo del buen comer porque era un humanista, ya que para llegar al bocado memorable hay que embeberse no tanto de lo que escribieron, sino de lo que gustaron los demás, fuera éste Rabelais o una persona aquejada de profunda agrafía. En su periplo vital, Fidalgo alternó con unos y con otros en francachela jocosa, y la plasmó en medios escritos -recuerdo sus entregas semanales en LA NUEVA ESPAÑA-, televisivos y radiofónicos, y no empleó otros, como señales de humo o cuernos aerófonos, porque no le daba tiempo para más entre alimentarse, escribir, viajar y preparar sus clases en el Inmaculada, en que seguramente no aplicaría esa incisión arbitraria entre letras y ciencias que llevamos como tres siglos a cuestas y que nos empobrece a todos.
Fidalgo fue un hombre entrañado de asturianía, entendida como un vínculo entre la tradición absoluta o secular y la transformación global que, de un zarpazo, deja irreconocibles a los pueblos, tomados estos, a su vez, como comunidades humanas sencillas donde late el fuego de las cosas. Hombre de aldea, lo entendía muy bien y con ese bagaje se abrió paso en la vida moderna, tan refractaria a los usos naturales de los que él, con responsabilidad briosa, quedó como albacea.
Hoy en día es muy difícil destilar bonhomía como la suya, mucho gira en torno a la distinción mediante estrellas y escarapelas, a la competencia en concursos de frenesí malsano, lo que repercute en una corporativización del mensaje que, a su vez, endurece el trato y la mirada. Fidalgo parecía vivir con la calma oceánica que descansaba sobre un piélago de conocimientos no "monetizables" que amasó en vida. Descanse en paz, y brille para él la luz perpetua.
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