Lo que nos queda de Ussía
Ha muerto Alfonso Ussía, un hombre tenido por humorista, aunque en su desenvolvimiento público predominara el cielo acre que se condensa del ethos castellano, ese tan inasequible a la alegría.
Su vida era empresa, trabajo, y, en justa concordancia con la contaduría moral que llevaba, se permitía horas de ocio con las que se ganó la vida honradamente, pese a esa índole sospechosa que envuelve toda distracción de lo esencial para el buen castellano, que es vivir transido de algo, de lo que sea.
El personaje «Jeremías Aguirre» -retrato hablado de un coreuta para una «Misa Campesina», valga la perífrasis nominal- fue la cima de su descanso de ser el que tal vez no era, invención la suya grácil y mordaz como hubo pocas en la comunicación española de cualquier tipo. También sus bravatas emotivas contra la ETA operativa (división balística y parlamentaria) surgieron de sus recreos más o menos dilatados. Y poco más, aparte de una amargura sempiterna que su voluble adscripción anglófila no pudo apacentar.
Ussía no pasará a la historia de nada porque, como muchos compañeros suyos del derechismo letrado, nunca miró las cosas fuera de su carcasa sociológica, dejándose abatir por un velo de pudor para no indisponerse con terceros, o porque eso de enfrentarse a los entuertos de la creación sería asunto de otros, no de él, que ocupaba por derecho propio o divino un poyal inconmovible en nuestro biotopo. Ussía, pese a lo señalado, no era un hombre unidimensional que se confundiera fácilmente con su posición de madrileñita acomodado, y se hizo respetable a fuerza de exponerse a índices sumarios de impopularidad o a una observación impertinente de sus decires y haceres. Descanse en paz y brille para él la luz perpetua.
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