Juan Ignacio
Pocas veces tuve la suerte de tratar a un gran profesional de la docencia, en este caso de la docencia musical, como Juan Ignacio Ruiz de la Peña Álvarez, recientemente fallecido.
Cuando pude ir a Oviedo para seguir con mi formación, quien esto escribe iba con la sugerencia que me hizo en su día mi profesora, Muñoz Urdangarai, en el Conservatorio del Valle del Nalón, que me dijo: «Vete con Ruiz de la Peña».
Y por eso acudí a su clase, en la fecha programada, para escoger el horario al inicio del curso. Lo que recuerdo de ese día de don Juan Ignacio, que me recibió sentado a su mesa, es que me preguntó si el horario que venía a elegir «¿es para usted o para su hija?». «No, no. Para mí», respondí intentando disimular mi asombro. ¡Por lo visto uno ya tenía el aspecto de ser padre de una hija!
Juan Ignacio era un profesional en las clases. No sobreactuaba. Durante el desarrollo de las mismas dejaba siempre un hueco para el sentido del humor. Solía ser pedagógico y muy dinámico. En aquellos años creo que aún sabíamos guardar el respeto debido al profesorado de un conservatorio superior.
Años después, que volví al conservatorio para trabajar como simple interino, a la salida de mi horario de tarde-noche coincidí a veces con Juan Ignacio, en mi caso de camino al coche y él hacia su casa. Tengo más anécdotas, pero recuerdo que me contaba, cuando íbamos de noche a lo mejor andando por la calle de Canóniga y la de San Antonio, que uno de sus hijos, que estudiaba Bellas Artes y que hacía cuadros, Juan Ignacio me contaba que le tenía muy preocupado. Y a veces «descargaba» conmigo esa preocupación y en tono campechano me dijo en cierta ocasión: «Coño, que pinte algo que se venda».
Durante mi etapa de estudiante en el «conser» me crucé, como pueden imaginarse, con mucha gente. Juan Ignacio, y no creo exagerar, habrá ayudado a formar a un amplio elenco de alumnado que hoy seguro que son instrumentistas famosos y que formarán parte de conocidas bandas de música y de algunas de las mejores orquestas sinfónicas o también serán docentes de conservatorios. Y de las personas que llegué a conocer recuerdo ahora lo que me decía una atractiva instrumentista de violín: «Hay profesorado que debe retirarse cuando les llega la hora. Pero otro, en cambio, no debería jubilarse nunca».
Aunque hoy no llegue usted a leerme, apreciado y querido don Juan Ignacio, quiero dejar aquí constancia de mi agradecimiento por su magisterio y por esos agradables momentos que disfruté caminando en su compañía.
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