El chacachá del tren
Lo del señor Sánchez tiene tela, tanta como la que Christo, aquel artista búlgaro, utilizó para cubrir el Reichstag hace poco más de treinta años. Dejándolo todo al albur de su flor en el culo, del apoyo de los socios, de la flojera de la oposición y del pasotismo de la masa social (que solo sale a protestar por la causa palestina), el Presidente se ha comido el manual de resistencia y espera en capilla a que dejen de llover los puteros y al fin escampe y salga el sol por Antequera. Mientras espera y sigue el desgobierno y la guagua va camino del precipicio, algunos se impacientan y los más atrevidos alzan su voz libre e insobornable desde los rotativos, intentan hacerse un hueco entre obituarios de roqueros que siempre fueron considerados del gremio del porro y la marginalidad y ahora los retratan eruditos, humanistas y machadianos, entre las tristezas por la ausencia de Ussía, entre los anuncios de una Navidad de turrones duros como la piedra y las fantasmadas de la Pedroche. Dista poco mi querida España de la que perdió el tren de la prosperidad a finales del XIX, conmocionada por la muerte de Frascuelo, donde se pedía a gritos pan y trabajo y un incompetente Sagasta también se tomaba su tiempo para verlas venir. Yo estoy seguro de que esta vez no vamos a perder ningún tren porque el ministro de Transportes está cansado de decir que el sector vive el mejor momento de su historia. Si él lo dice, será verdad. Óscar Puente igual vale para un roto que para un descosido y, como buen actor que fue, cultiva con ahínco su faceta camaleónica: un día se levanta mamporrero, al otro lameculos y al siguiente es el avaro de Molière. No hay duda de que con semejantes lumbreras tomaremos a tiempo el tren del futuro, el último de Gun Hill, el que va a Katanga, el de las tres y diez y el expreso de medianoche. Y es que nos quejamos de puro vicio.
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