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El precio de aparentar

15 de Diciembre del 2025 - Conchi Basilio (Gijón)

Vivimos tiempos extraños, tiempos donde el brillo importa más que la luz, donde se valora la apariencia por encima de la verdad, y donde la hipocresía, se ha vuelto la moneda más corriente del intercambio social. En este mundo de escaparates, las sonrisas se exhiben como productos de consumo, los afectos se fingen, y la felicidad se reduce a una fotografía retocada. Mientras tanto, detrás del cristal, las almas se marchitan en silencio.

El cinismo, disfrazado de modernidad, ha sustituido a la empatía. Se habla de solidaridad, de valores, de humanidad, pero a menudo solo como palabras vacías. Hemos aprendido a decir lo correcto sin sentirlo, a fingir cercanía sin compromiso, a aparentar bondad sin ejercerla. Todo se mide en función de lo que proyectamos hacia los demás, no de lo que realmente somos. Se sonríe, aunque duela, se presume de éxito, aunque la vida esté hecha pedazos.

Las redes sociales, los entornos laborales, incluso las relaciones personales, parecen escenarios donde cada cual interpreta su papel. Nadie quiere ser visto como frágil, triste o imperfecto, porque eso ya no encaja en el guion de este mundo competitivo. Nos enseñaron que hay que ganar, destacar, brillar, aunque sea con luz prestada. Y así, sin darnos cuenta, nos hemos ido quedando solos, rodeados de gestos vacíos , de palabras huecas, de afectos condicionados.

El verdadero drama no es solo la falsedad que se respira, sino la indiferencia. La falta de empatía se ha convertido en una epidemia silenciosa. Ya no se escucha con atención, ya no se acompaña con ternura, ya no se piensa en el otro. Vivimos conectados a todo, menos a las personas. Se mide la vida en términos de utilidad, de conveniencia, de apariencia. Si alguien no aporta beneficios materiales, sociales o emocionales, simplemente se descarta.

Y en medio de esta vorágine, el poder y el dinero se han erigido como los nuevos dioses. Lo que no genera rentabilidad ya no tiene valor. La cultura, la ética, la decencia, el afecto o la sensibilidad parecen reliquias de otro tiempo. La vida se ha convertido en una competición donde solo ganan quienes tienen los recursos para aparentar. Quien no encaja en el molde de la abundancia o la influencia, queda relegado a la invisibilidad.

El poder se mide en cifras, no en virtudes. El dinero otorga respeto, aunque falte humanidad. La soberbia se disfraza de liderazgo, y la manipulación se celebra como inteligencia. Nos hemos acostumbrado a admirar lo superficial, a rendir culto a quienes no representan valores sino apariencias. Se perdona la mentira si viene acompañada de éxito, se desprecia la verdad si incomoda.

Mientras tanto, el ser humano, en su esencia más pura, se desvanece. Las conversaciones auténticas se vuelven raras, los vínculos sinceros escasean, y la soledad se ha instalado incluso en quienes están rodeados de gente. Vivimos en una sociedad hiperconectada, pero emocionalmente aislada. Cada uno parece proteger su pequeña parcela de ego, convencido de que ser visto es más importante que ser comprendido.

Quizás haya llegado el momento de detenernos y mirar con honestidad. De preguntarnos si esta forma de vivir nos hace realmente felices, o si solo nos mantiene distraídos. Tal vez la mayor revolución que nos queda por emprender sea volver a la autenticidad, hablar con verdad, sentir sin miedo, mirar al otro sin cálculo, y recuperar el valor de lo sencillo.

Porque cuando todo gira en torno al poder y al dinero, lo que se pierde no es solo la justicia o la equidad, se pierde la humanidad. Y un mundo sin humanidad, por muy brillante que parezca desde fuera, no deja de ser un escaparate vacío.

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