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Un lejano recuerdo aún vivo en la memoria

7 de Marzo del 2011 - José Manuel Feito (Miranda (Avilés))

Llevo muchos días con esta carta escrita o empezada. Esperaba enviarla allá en enero porque era entonces cuando se cumplía el 40.º aniversario de tu muerte. De todas formas tampoco importa el tiempo si al fin ve uno cumplido su deseo. No fue un buen regalo, el de los Reyes Magos la noche aquella. Y sé que todo aquel que pierde a un ser querido le queda abierta en el hondón del alma una herida difícil de cerrar, por más tiempo que pase.

Yo quisiera simplemente recordarte, y a la vez recordar alguna de las lecciones que de ti aprendí muy niño aún, por si pudieran servir de estímulo y ejemplo.

Una de ellas fue aquel día en que, cogido de tu mano, vimos pasar un niño con síndrome de Down. Yo, de apenas cinco o seis años, nunca había visto un niño así. Pensé que me hacía gestos para hacerme reír, y me reí… Entonces tú me tiraste de la oreja y me miraste simplemente con una mirada de reprobación. No recuerdo si me dijiste algo. Me dolió el tirón, es lo que recuerdo.

Pasó algún tiempo y cuando ya era un poco mayor un día te pregunté:

–Oye, mamá, ¿por qué me reñiste aquel día en el que vimos aquel niño que hacía cosas tan extrañas con la cara?

Ahora sí recuerdo tus palabras, casi las mismas que me dijiste entonces:

–Porque esos niños son almas de Dios, ¿entiendes? Nosotros somos malos y Dios no puede estar contento con nosotros. Por eso permite que nazcan niños como esos, inocentes, que tienen el alma pura, para recrearse en ellos. Esos niños son el jardín de Dios. No lo olvides… Ni te rías nunca más de ninguno de ellos.

Aprendí la lección. Aún hoy se lo recuerdo a algunos padres que han tenido ¿podría decir la suerte? de tener un hijo así. Ya sé que para muchos no es precisamente una bendición, pero la explicación de mi madre a mí al menos me sirvió para entender un poco más los caminos del Señor.

Tú tenías una hermana. La llamábamos tía Rosario. Falleció poco después. Una anciana encantadora, con una fe simplísima pero capaz de mover montañas. Para ella el cielo estaba más arriba de las nubes y Dios en él. Y que nadie viniera a convencerla de otra cosa.

–Pero, tía Rosario, el cielo no está ahí. Dios está en todas partes… etcétera –le solíamos decir.

A lo que ella siempre respondía:

–Vosotros dejadme a mí que yo sé muy bien en lo que creo.

El problema surgió cuando Gagarin subió a los cielos en su nave y recorrió en torno al mundo los espacios siderales. Un buen día en el que estaba aquella anciana sentada tejiendo en la escalera, según acostumbraba, se le acercó un descreído con el fin de dinamitar su fe con el gran argumento:

–Rosario, los rusos han enviado un hombre al espacio, recorrió en su nave todo el cielo y… ¡no encontró a Dios!

La anciana no se inmutó, se le quedó mirando como compadeciéndolo y le dijo:

–¿Qué no lo encontró? Pero hombre… Ye que pasó a lao dél y nun lo conoció, bobo…

No creo que se pueda dar mejor explicación ni de más profundidad teológica. Hoy os quiero recordar a ambas, y recordaría también a mi padre y a tantos y tantos de los que pude sacar hermosas lecciones. Podría contar toda la peripecia de la guerra, el bombardeo de la Pola una mañana, las horas que estuve con mi abuela en el refugio, y luego bajo el puente del río de Aguino, mientras una o dos bombas caían cerca de nuestra casa, o aquel año encerrado por miedo a que canturreara lo que había aprendido de labios de los milicianos… No hay espacio para más. Quería simplemente recordarte en este cuarenta aniversario de tu muerte. Un poco lejano, ya lo sé, pero el afecto no envejece, si acaso se acrisola y cambia, pero sigue ahí «metanes del alma», que decía tía Rosario, en pie de recordación. Quería también dejar constancia al par de algo que sirviera a los demás como me ha servido a mí. En el recuerdo y en la memoria sigues viva y yo sé que tu alma también sigue y seguirá siempre a nuestro lado. Gracias, madre.

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