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En el día del padre

17 de Marzo del 2011 - José Ángel Aguirre (Oviedo)

Tal vez te duela. ¡Qué tontería! Seguro que te duele. Y mucho. Porque pocas cosas son más dolorosas que la ingratitud de un hijo. De un hijo no solo largamente deseado y esperado, sino también apasionadamente querido y adorado. De un hijo al que has dedicado, además, la mitad de tu vida, de tu trabajo y de tus desvelos.

Y después, generalmente tras el difícil e interminable divorcio, ves cómo ese hijo se va alejando de ti, poniéndose poco a poco del lado de su madre. Hasta que llega el terrible momento en que va dejando de hablarte y ya no tiene interés alguno en verte o saber de ti. Tú insistes, tratas de reconquistarlo por todos los medios, pero no lo consigues.

Y entonces recuerdas aquel día en que, estando en la cafetería del hospital –porque no te dejaban estar dentro– te avisaron de que era un niño o una niña. Y estuviste a punto de caerte al suelo porque, en ese preciso instante, te fallaron las piernas. ¡Y eso que llevabas nueve meses preparándote para ese momento!

Y recuerdas aquel primer momento en que lo tuviste en tus brazos, y su primera sonrisa, y el primer diente, y la primera visita nocturna a urgencias con su frente ardiendo y tu corazón latiendo como jamás lo había hecho antes. Y, sobre todo, aquella vez en que oíste de sus labios por primera vez, suave pero nítidamente, la palabra «papá».

Y cómo no recordar sus primeros pasos, tan cómicos como inseguros, y el primer golpe en la frente, y el primer triciclo, y la primera bicicleta, todavía con ruedas de seguridad laterales. Y el primer día en que lo dejaste en la guardería, llorando los dos, aunque tú escondías tus lágrimas. Y el primer día en que te trajo un dibujo por el día del padre.

De verdad que nunca olvidamos nada de eso, ni su primer cuaderno de notas, que te mostró orgulloso. Ni aquellas tardes en que te esforzabas en hacerle entender el funcionamiento de las matemáticas o las dificultades del inglés. Ni cuando empezó a invitar a casa a sus amigos más próximos para celebrar con él sus cumpleaños.

Y aquellas primeras amigas, que tú te esforzabas por saber quiénes eran, mientras él se encerraba en su cuarto manteniendo interminables charlas por teléfono. Ni aquel campamento de verano del que regresó con una cicatriz y cuatro kilos menos. Ni aquel viaje de estudios a Italia, del que volvió enamorado de Roma y de Lola.

Por entonces, sí, fue por entonces cuando lo de la historia con la madre de Raúl, que en realidad no significó mucho para ti, pero que para tu mujer fue el argumento decisivo para solicitar el divorcio. Claro que las cosas no iban ya bien entre vosotros desde bastante tiempo antes. Y así comenzó el calvario de abogados, juicios y sentencias.

Y en esa árida travesía, tu hijo se fue poco a poco distanciado de ti. Claro que tú intentaste explicarle que lo de tu aventura fue una consecuencia de la creciente distancia que ya existía entre su madre y tú. Claro que le insististe, una y cien veces, en que miles de matrimonios se separaban cada día, y que eso no tendría por qué separaros a vosotros.

Por todo fue inútil. Intentaste, como último remedio, alguna carta, algún regalo. Pero nada funcionó. Él acabó por no responder a tus llamadas y tú dejaste de hacerlas. Ya ni siquiera en Navidad os llamáis u os intercambiáis regalos, y el día del padre ha dejado de existir en vuestro calendario. El pronto cumplirá los veinticinco.

Pocas cosas duelen más, pero esos dolores no matan; a lo sumo, envejecen. Te han salido muchas canas últimamente, aunque tú las achacas al estrés del trabajo. Has rehecho tu vida con otra mujer, que tiene, a su vez, una hija, pero a ti te sigue faltando el tuyo. Nada puede llenar ese vacío. Es como si te hubieran extirpado un órgano.

Pero, en su inmensa crueldad, en su despiadada e injusta venganza, tu hijo, todos los hijos que reniegan del cariño de sus padres, que los desprecian y maltratan de ese modo sin causa alguna, no pueden entender lo principal. Y lo principal es que, por mucho que ellos se empeñen, nunca podrán arrebatarles el don precioso de la paternidad.

Quien ha sido padre alguna vez nunca dejará de serlo. Pero no ya tan sólo de sus hijos o hijas genéticas, sino de cualquier otro niño. Quien ha sido padre alguna vez se siente un poco padre de cualquier niño que ve en el parque, de cualquier colegial que sale alborozado del colegio. Ríe con sus risas y sufre con sus penas.

Y volverá a ser un poco padre de cualquier niño que, por cualquier circunstancia, quede bajo su responsabilidad o tutela. Los hijos que renuncian al amor de sus padres, que intentan herirlos donde más le duelen, no saben que tan sólo están logrando que el amor que ellos desprecian sirva para llenar las carencias afectivas de otros niños.

Se es padre o madre tan sólo una vez, cuando se siente el roce de esa ala mágica que apenas nos toca nos transforma de simples hombres o mujeres en padres o madres para siempre. Y a partir de ese momento nadie nos puede arrebatar ese precioso don. Ni tan siquiera los más ingratos e injustos de nuestros propios hijos. Ni tan siquiera ellos.

José Ángel Aguirre

Oviedo

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