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El Papa beato y el dichoso Maciel

21 de Marzo del 2011 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

Difícil tarea la de redactar una carta breve con una argumentación clara y completa. O te pasas o te quedas corto. En «Humano, demasiado humano» (LA NUEVA ESPAÑA, 17.02.11), a propósito del «caso Maciel» (ese personaje con dos pies en el realismo mágico y otros dos en el realismo sucio), tengo la impresión de haberme quedado corto. Mi hipótesis es que Marcial Maciel, con sus agresivas propuestas de apostolado (Legionarios de Cristo ¿no suena a evangelización manu militari?), utilizó una impostación ultraconservadora como patente de corso para moverse en los ambientes vaticanos con la soltura y la impunidad de un tiburón en un acuario. Y no le fallaba el instinto al tiburón; en tiempos de crisis las iniciativas e ideas innovadoras suscitan una extremada prevención y se las somete a rigurosos controles de aduana, mientras se baja la guardia y se recibe con los brazos abiertos a todo lo que se presenta con el marchamo de lo tradicional y proclamando lo sobrenatural de manera aparatosa.

Benedicto XVI asegura que en la Iglesia todas las tendencias están vinculadas al mismo derecho, a la misma fe, y tienen las mismas libertades. Pero a su antecesor, el jefe del acuario en tiempos de Maciel, lo van a beatificar por brevis breve, saltándose algunos de los cortafuegos y cautelas que el Derecho Canónico establece para estos procesos. ¿A qué vienen tantas prisas? A los que preferimos los productos de solera, decantados en el lento alambique de los siglos, nos entristece ver a una institución milenaria influida por fenómenos mediáticos (Santo subito!) y, lo que sería más grave, tal vez parcialmente contaminada por prácticas que pudieran recordar la omertá, el corporativismo y la propaganda, más propias de cachivaches tan coyunturales como los partidos políticos. Incluso desde el punto de vista mediático, ¿no habría ganado más la Iglesia, en este caso, con una discreta penitencia que sacando pecho a bombo y platillo? Tal es el punto de vista de un modesto ousider que para nada pone en tela de juicio los extraordinarios méritos de Juan Pablo II.

Del dichoso Maciel nadie sabe tanto como el Papa Ratzinger, por cuyo despacho, como prefecto de la disciplina y de la fe, pasaba toda la inmundicia que confluía en lo que se podría llamar la depuradora de la Iglesia. Lamentablemente, hemos llegado con mucha lentitud y retraso a abordar estas cuestiones, reconoce honradamente el antiguo prefecto. De alguna manera, añade, estaban muy bien ocultadas, y fueron necesarios testimonios inequívocos para desenmascarar in extremis al impostor. Así deja entrever Benedicto XVI los poderosos y tal vez muy altos blindajes a los que, como prefecto de la disciplina, se tuvo que enfrentar para desmontar la impostura. Sin embargo, «Luz del mundo», el libro de entrevistas en que el Papa hace estas declaraciones, más bien se podría titular en este punto «Penumbra», pues Ratzinger, muy señor de sus silencios, calla más de lo que dice. Los que tengan edad y curiosidad habrán de esperar a la apertura de los archivos vaticanos para conocer toda la verdad. Que se sienten a esperarlo, pues la curia romana practica a rajatabla el festina lente, que podríamos traducir por relájate si tienes prisa. Lo dicho, siéntense a esperarlo.

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