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Rea: Un corazón grande

31 de Marzo del 2011 - José Alos Ontiveros (Pola de Siero)

Hay personas que dejan huella. Te atraen, no son como los demás; un modo de ser distinto.

No se me ocurre otra comparación –aunque suene atrevida–, que la de Jesucristo. Los creyentes sabemos que era perfecto hombre. Pero esto es un concepto que, por repetido, tal vez nos diga poco porque se nos ha quedado acartonado. Quiero pensar –cada lector conocerá sus ejemplos–, en esas personas cuyo magnetismo nos ha resultado irresistible.

Los primeros discípulos, tras conocerle le preguntaron dónde vivía... y se quedaron con él desde ese día. Otros –los hijos del Zebedeo, dejaron las redes– dejaron inmediatamente su puesto de trabajo, con la que está cayendo–, y se fueron con él, abandonando incluso a su propio padre.

¿Os imagináis la impresión que les debió causar aquel hombre para actuar así?

Creo haber tenido la suerte de tratar personas santas. Destacaría de ellas dos signos:

Su presencia te llena; estás a gusto; no los quieres dejar.

Cuando están contigo –incluso gente muy, muy ocupada–, no parecen tener otra cosa que hacer que poner los cinco sentidos en tu persona.

Al poco de llegar a La Pola, sin conocerle aún, ya nos saludábamos al cruzarnos por la calle.

Más adelante, a través de Cáritas nos fuimos tratando aunque, lo pienso ahora, de un modo desigual. Él, como si tuviese dieciocho años, te lo daba todo desde el principio. Yo actuaba poco a poco, con ese recelo propio de la edad avanzada. Le daba 2 y me devolvía 10; le daba 4 y me devolvía 10, le daba 6 y me devolvía 10... ¡siempre te lo daba todo!

Me introdujo en su mundo; los bolos, sus amigos, sus celebraciones y me invitaba en ocasiones sin cuento.

Me sobran dedos de una mano para contar gente como él de una capacidad tan grande de amar.

Además, era una persona alegre, por encima de otra consideración, aunque trabajó desde los trece años, perdió a su padre muy pronto y se dejó las pestañas, casi los ojos y parte de su salud revelando carretes, en aquellos tiempos analógicos. ¡Cuánto dejó de ganar por no apurar, por ser una buena persona!

Hombre de fe, ¡cuánto ayudó en la parroquia!

Además, por si faltaba algo, ¡era jocoso, simpático! Tenía a mano un buen chiste y un repertorio inagotable. Se solía arrancar con algo así como: «Oye, ¿no te conté lo que le pasó a aquél de Carbayín que...?».

Disfrutaba cantando. Todos los años por San Bruno (su nombre de pila, Bruno Ovidio), invitaba a comer a un sinfín de amigos que siempre, siempre, rematábamos cantando canciones tradicionales; obligada la del antiguo grupo poleso «Los Tinos», del que ya casi no quedan supervivientes.

Esto no me da para contar tantas cosas de él, y otras muchas que podrían otros contar; no soy más que un arrimáu en La Pola.

Tengo cierta envidia de María Cruz, ¡cuántos detalles de cariño guardará ese corazón! Y sus hijos, ¡qué alegría saber que se ha tenido un padre tan grande! Darse cuenta de que medio pueblo (por decir algo) seguirá en deuda con él toda la vida...

La segunda consideración –fuera de la admiración por su persona–, viene por la vía del agradecimiento. No por el agradecimiento de su familia a los que asistimos al funeral, sino por las muchísimas gracias que tenemos que dar todos los polesos a su viuda y sus hijos, por permitirnos durante unos cuantos años –yo, menos, desgraciadamente– disfrutar del cariño, los detalles y la alegría de ese cascabel generoso que se nos fue.

Siempre hay que sacar algo en limpio de lo que nos sucede. Los que lo hemos tratado, no tenemos ya derecho a estar tristes; con él llenamos nuestro zurrón de alegrías, de por vida.

Espero, Bruno, que allá arriba –donde felizmente te habrás encontrado con Pepe Luis–, no deis con la Lambretta. No la liar, que os conozco.

Los que tenemos fe sabemos que el azar no existe. En este caso da la casualidad de que Bruno nos dejó el día de San José, patrón de la Iglesia universal.

También, ¡mira tú por dónde!, el día de su entierro comenzó la primavera.

José Alos Ontiveros

Pola de Siero

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