Remigio (Remi)

16 de Abril del 2011 - Alfreda Álvarez Argüelles (Oviedo)

Desde hacía mucho tiempo que Remi vivía solo. Yo tengo un vago recuerdo de su madre: mujer hombruna, que fumaba en pipa. De su padre poco se sabe: que había venido de afuera y que hacía cosas extraordinarias, como pasar sobre brasas sin quemarse y que había muerto, siendo muy joven, de una pulmonía.

Remi era alto, enjuto, de andar erguido. Siempre acompañado de su perro «Zagal» y de una vara, con la que jugaba o asustaba a los niños, cimbreando el aire. En su rostro trigueño había destellos de un talante filosófico y travieso a la vez.

Tenía unas cabras y un huerto exótico, con verduras y plantas, que pocos conocían.

Lo recuerdo, en los atardeceres, sentado en el poyo de su casa, charlando con los que pasaban y observando la naturaleza. Entonces, sus ojos pequeños y de mirar distraído se centraban en el monte cercano, para descubrir el movimiento de un venado o esperando anhelante el vuelo corto de la perdiz, saliendo del matorral.

La meteorología no tenía secretos para él: con la mano «acariciaba» la piedra negra, echaba una mirada al cielo, examinando la forma y color de las nubes en determinados puntos y, una vez hecho el pronóstico del tiempo, los lugareños ya no dudaban: sembraban, plantaban, recogían o se abstenían de hacerlo.

Nosotros, los niños, lo veíamos como un hombre divertido, bromista, pero también como un ídolo.

Cuando volvía de pescar, mientras admirábamos el racimo de las vistosas truchas, peleando aún con la muerte, él sacaba del cesto una anguila moribunda y nos la acercaba. También nos «metía muchas trolas» y, a continuación, celebraba el engaño.

Pero era Remi quien alimentaba nuestra fantasía y el que activó nuestra sensibilidad para captar toda la magia que encierra la Naturaleza.

Algunas tardes, después de salir de la escuela, bien porque nos invitaba o por nuestra iniciativa, un grupo de niños lo acompañábamos a los prados, al monte, siempre en compañía de su perro «Zagal».

En primavera –cuando la vida bulle por doquier– los sonidos, olores, colores y las charlas y risas saturaban nuestros sentidos. Pero Remi nos invitaba al silencio más absoluto, para poder distinguir la voz melodiosa del tordo del bonito canto del jilguero, y percibir el rumor lejano del arroyo que, cual mozalbete saltarín, venía envalentonado a causa del deshielo. Mariposas, las primeras flores, el olor a campo fresco y las mil y una ramas que nos saludaban al pasar... Todo ello constituía el paseo más delicioso que podíamos soñar.

Temblábamos de arrobamiento cuando Remi, con verdadero sigilo y unción, ponía en nuestras manos los diminutos huevos de perdiz, con pintitas oscuras y que, al momento, devolvía a la abundosa nidada. Luego nos explicaba vida y costumbres de estas aves.

En otras ocasiones se nos cortaba el aliento cuando –no lejos del pueblo– nos mostraba pisadas y excrementos de animales salvajes. Después pasaba a contar historias de su vida, como el encuentro con el oso y su inmovilización más absoluta hasta perderlo de vista. Para terminar siempre con la memorable batida a un jabalí (de unos ciento cincuenta kilos), de cómo lo acorraló su perro «Zagal» y él lo remató, ante la admiración de los cazadores.

Un día nos llamó desde la puerta de su casa. Una broma más, pensamos, pero, al instante, sacó un plato con un trozo de panal, que había encontrado en la orilla de un camino. En un primer momento admiramos aquella maravillosa y perfecta obra, con las celdillas anegadas de miel; mientras, Remi nos iba explicando la vida laboriosa y jerarquizada de las abejas. Luego pasamos al banquete. Remi, complacido, partía con el cuchillo un trocito, dos trocitos, tres, etcétera, y nosotras, con la cara vuelta hacia arriba y la mano en alto, intentábamos que el delicioso manjar acertara con la boda; miel en los labios, en la cara, en el pelo, en la ropa... La miel y nuestras risas lo llenaban todo.

No le gustaba ir a casa de los vecinos, a no ser cuando le solicitaban algún servicio, como en la matanza, pues su cuchillo tenía fama de certero. Pero, una vez limpio y «destripado» el cerdo, Remi comía algo y se iba. En un plato de porcelana, su trozo de hígado, trémulo y aún tibio; era su jornal. Es cierto que, en los días sucesivos casi siempre se reservaba alguna otra «prueba» para Remi.

Hace tres días, en una parada de autobús, encontré a una vecina del pueblo, que me dio la noticia: Murió Remi; lo encontraron muerto.

–¡Ay! ¿Sí? ¡Vaya por Dios! Era muy mayor.

–Y estaba muy desatendido –añadió ella.

Pero, al momento, sentí un fuerte pellizco en el pecho y la nostalgia me tomó la garganta. Me despedí en seguida; temía que el sentimiento me desbordara y que mi pena pudiera parecer excesiva. Acababa de recibir un golpe bajo: me había quedado sin una parte importante de mi infancia, de mi aldea, que ya no sería la misma.

Luego me enteré de que lo habían encontrado muerto en la pendiente de un prado, adonde ya no subía desde hacía tiempo. Con postura fetal, entre sus manos la raída boina con cuatro o cinco setas silvestres.

María, su coetánea, comentó que aquel día los perros aullaron y que unos cuervos habían sobrevolado el pueblo.

Alfreda Álvarez Argüelles, Oviedo

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