Maldita mili

13 de Abril del 2011 - Severina S. Solís (Luarca)

Recientemente se «celebró» el décimo aniversario del final de «la maldita mili» (como se titulaba una serie que hace años pasó por alguna cadena de televisión) y que yo no vi porque a mí todo lo relacionado con ella me producía un dolor infinito.

Estaba la ministra de Defensa y más gente hablando sobre ese tema: unos, con jocosidad, como tiempos felices, donde lo habían pasado muy bien; otros, con peñas de amigos que todavía se reunían para celebrar una amistad que perduraba; otros, contando anécdotas de aquellos tiempos...; otros, protestando y diciendo que los de ahora se echaban flores sin merecerlo, pues esa «maldita mili» fue el señor Aznar el que decidió acabar con ella cuando el señor Trillo era ministro de Defensa. Ni siquiera estaba allí, no tuvieron la cortesía de invitarle.

Esa inutilidad de mili que lo único que hacía era cortar el camino que muchos jóvenes habían emprendido: bien aprendiendo un oficio, casándose y creando una familia con hijos, o trabajando en algún sitio –como en aquellos tiempos se podía...–. Pero cortaba, de alguna manera, su camino en una edad muy importante.

Hablaron bastante, vanagloriándose de esa época. Pero, o yo no estuve atenta, o me perdí algún comentario (a mis ochenta ya me falla el oído). Nadie tuvo un recuerdo... o quizás en la ceremonia sí –que me corrijan si me equivoco–, para tantos miles de jóvenes, en la plenitud de sus vidas, que allí las dejaron, en esa «comedia» de mili (que lo que aprendían allí no creo que valiera de mucho si tuvieran que ir a una verdadera guerra), y aprovechándose otros (siempre hay listillos) si tenían puestos un poco de más categoría, intendencia... padrinos... y, por ahí, algunas cosas más. Fíjense en los años que pasaron y todavía existe esa calaña de gente que le gusta meter la mano en el dinero de los demás pero, ahora, en gran escala (claro, con los años se aprende más).

Pues, a lo que iba, miles de jóvenes perdieron su vida haciendo la mili. Entre ellos, mi hijo Raúl. A sus veinte años, perdió su vida y destrozó la nuestra. ¿Cuántas familias en España estarán pensando lo mismo que yo? Pero ¡qué mal se hacían las cosas!

Nos enteramos que daban una pequeña «paga» a los padres. Había que mandar toda la documentación (fíjense qué ganas tendríamos nosotros de ponernos con papeleos, pero el ejército no se ocupaba de nada). Y decidimos hacerlo. Un gran papeleo de certificados, justificantes y datos. Los llevamos a Oviedo, al Ministerio de Defensa. Ellos tenían que mandarlos a Madrid. Pasó el tiempo, meses, y allí no decían ni mu. Llamábamos y nadie sabía nada –quizá se había perdido la valija...–. Total, decidimos ir a Madrid con las fotocopias que habíamos hecho por si acaso, y allí nos recibieron muy amables; pero tuvieron que oírme a mí reprochándoles muchas cosas, pues eran ellos los que tenían que ocuparse de todos esos trámites que había que hacer. Nos llevaron a un edificio donde nos recibió una chica muy amable y nos llevó a una gran estancia llena de cientos de carpetas de soldados muertos en la mili y cuyos padres (¡pobre gente!, no sabían que tenían derecho a esa simbólica pensión). Buscamos entre las carpetas, hasta llegar a una donde estaba la de mi hijo (si no vamos allí, quedaría olvidada, como las otras (¡cientos señores!). Y, claro, como la valija se perdió por el camino... ¿Quiénes se quedaban con ese dinero? ¡Cuántas familias de esos pobres chicos lo necesitarían y, por ignorancia o no saber hacer los trámites, se quedaron sin percibirlo!

Aquel fatídico 16 de diciembre de 1983 nevaba en toda España y, desde Asturias, por nuestra cuenta, a las 10 de la noche, tuvimos que coger un taxi (gracias, Paco), nadie quería ir con aquel tiempo infernal hasta Sevilla, que fue donde mi hijo rodó con un camión militar, con otros seis soldados y conducido por un crío de veinte años, por Cazalla de la Sierra. Otro fallo del Ejército, poner a críos, recién sacado el carné, a conducir esos camiones militares. Después de algún tiempo, vino a pedirnos perdón, creía que él tenía la culpa; nosotros lo tranquilizamos y le dijimos que la culpa la tenían los que lo habían puesto al volante del camión, sin tener ninguna práctica, por sitios peligrosos.

Estuvimos toda la noche viajando, con viento, niebla, nieve... y, a las 12 del mediodía, llegamos al hospital militar. Nadie se había ocupado de nosotros hasta que llegamos allí. Era viernes. Como era fin de semana, las oficinas estaban cerradas, no se podía sacar la documentación, pero ¿se dan cuenta cómo funcionaba eso? Todo el día esperando y, a las doce de la noche nos pudieron dar el cadáver de nuestro hijo. ¡Y otra noche infernal de vuelta a casa, en u furgón y cuatro soldadinos –y creo que un teniente–, pensando cuándo nos íbamos todos por un precipicio abajo ¡cómo estaba el tiempo! Llegamos a la 1 a Luarca, se dijo la misa, fue casi todo el pueblo (mi más profundo agradecimiento a la gente que nos estuvo esperando). Fue todo tan horrible que, después de 28 años que hará en diciembre, todavía lo tengo grabado en mi alma. El ataúd de mi hijo no tenía bandera, no sé qué pudo pasar. Yo, el año pasado, la reclamé –siempre tuve la ilusión de tenerla– y, al no estar todo como antes, les costó trabajo conseguirla. Me dieron la del despacho de la compañía de Raúl (la verdad es que se portaron muy bien; les doy las gracias).

En noviembre perdí a mi marido, ya se encontró con su hijo Raúl, en la casa del Padre, donde yo deseo ir cuando llegue mi hora, y darles un abrazo a los dos.

¡Ay, la mili! ¡Cuánto sufrimiento! Habría mucho que contar de ella... Cuando llegaban a Pravia, que era donde estaba la caja de reclutas, venían de toda Asturias, y tenían que dormir por los bancos del parque o donde podían. Eran cientos y no había alojamiento para todos en un pueblo tan pequeño. Mis padres tenían una pensión, y como él era de Luarca, todos los de aquí iban allí pero, claro, no había sido para todos y a mi madre le daba pena; por no echarlos a la calle, les ponía cobertores en una galería grande que había y allí dormían; otros, en el pasillo. Yo estaba en Teléfonos entonces, y se llenaba la sala de espera de chavales queriendo hablar con sus familias. Venían de aquí, del Occidente, de las brañas, y desorientados; había un guardia municipal que los acompañaba (el entrañable Laurido). Yo presencié verdaderos dramas de chicos que lloraban hablando con sus padres, esposas o novias... me acuerdo de uno que la mujer –o la novia– se llamaba Regina, y le decía que se moriría lejos de ella y su pequeño hijo. Ella trataba de animarlo, llorando también. Y así, casi todos. ¿Qué sería de Regina? ¿Volvería su marido sano y salvo a reunirse con ella? Dios lo quiera. A veces, recordando aquellos tiempos, pienso en ellos, eran de por aquí. Si por casualidad leen esta carta, me gustaría saber de ellos. Poco a poco los iban sacando en trenes hacia sus destinos. Pienso si alguno se habrá quedado, como el mío, sin volver a ver su Asturias.

Señores, esto es la otra cara de «la maldita mili». Enhorabuena los que hoy lo pueden contar y celebrar con alegría y nostalgia.

Hasta el año pasado no pude mirar un álbum que mi marido tenía con fotos de Raúl en la mili, de maniobras y en el camión que lo mató. Y, ahora que mi marido murió, mirando sus papeles descubrí unas bellas poesías que él le dedicaba a su hijo, y que nunca me enseñó.

Ahora ya están juntos y en paz, en la casa del Padre. Cuando llegue mi día me reuniré con vosotros para siempre. Nunca os olvidaré. Pedid a Dios por nosotros. Os quiero.

Severina S. Solís, Luarca

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