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Entre la dignidad y el orgullo

5 de Abril del 2011 - José Antonio Coppen Fernández (Lugones)

Va siendo hora de reivindicar la dignidad como el principal de los derechos humanos, imprimiendo a la vida un carácter y una personalidad cuya más hermosa meta sea esa condición humana. No dejamos para más adelante advertir que, para conservar la dignidad, hay que renunciar a otras cosas o, dicho de otra manera, hay que pagar un peaje. Hay gentes a las que les cuesta trabajo discernir entre dignidad y orgullo. El gran filósofo chino Confucio, fundador de una religión basada en el culto de los padres, ya nos dejó con meridiana claridad la diferencia existente entre una condición y otra: «El hombre más noble es digno, pero no orgulloso, el inferior es orgulloso, pero no digno».

Como aclaración personal hemos de advertir que el segundo término, orgullo, lo tenemos desterrado de nuestro vocabulario, nos produce aversión incluso cuando lo oímos por boca ajena. Creemos que se utiliza por el general de los mortales con excesiva alegría o ligereza a la hora de expresar satisfacción íntima por algún acontecimiento del que somos protagonistas. No debemos olvidar que el orgullo se cultiva en la arrogancia, la vanidad, el engreimiento, o sea, en el exceso de amor propio. De la vanidad al orgullo puede pasarse imperceptiblemente, se encuentran en la misma senda. Estos seres por cargantes no gozan en la sociedad precisamente de general empatía.

Si uno no es razonablemente consciente del comportamiento ante nuestros semejantes, con frecuencia ocurrirá que nuestra autoestima se valora en demasía, sin percatarnos de ello, incluso se recorre el corto camino que conduce a estimarnos superiores a todos los demás. Es decir, se satisface con la propia apreciación de su valer, no necesita que le hagan la ola, aunque también, eso sí, le agradan las alabanzas ajenas. Pero tampoco le son necesarias al orgulloso, porque está completamente satisfecho de sí mismo.

La soberbia es el vivero de la vanidad y del orgullo llevado a su cota más alta. Ruin arquitecto de nuestra personalidad es la soberbia. Habremos de admitir que todos los seres humanos en algún momento podemos entrar en el jardín del propio ego. Puede que broten casos con fundamento real para sucumbir al influjo de la vanidad, pero debemos de controlar nuestro comportamiento para no provocar el rechazo del prójimo que, en ocasiones, puede tornarse antagónico. Más bien hay que optar, en definitiva, por la modestia, pues ésta no nos disminuye la propia valoración de nuestros méritos. La vida es una escalera por la que hay que transitar peldaño a peldaño, con dignidad, hasta alcanzar el ático de nuestros deseos, aspiraciones e ilusiones, huyendo de las humillaciones y las vejaciones que acaban en el sometimiento.

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