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Desarrollo en torno a la comarca de la ría de Navia

28 de Mayo del 2011 - Juan Martínez F.-Villamil

Escribo con la perspectiva de cincuenta y cuatro años de Descenso de la Ría de Navia, en cuya organización comencé a implicarme directamente en 1964 ¡toda una vida! (me vienen a la cabeza la primeras palabras del «Merlín y familia», de Álvaro Cunqueiro, «Ahora que viejo y fatigado voy...»). Perspectiva, pues, que justifica el atrevimiento a formular abstracciones sobre el trasfondo del acontecimiento anual de la natación en la ría, como ésa que afirma que «el espíritu más íntimo del Descenso de Navia reside en la amistad entre sus nadadores y las gentes de las tierras occidentales de Asturias, cautivados en común por una ría en la que competir y a la que mimar».

Pero no escribo estas líneas como miembro de la organización del Descenso. Son reflexiones personales, al margen de mi función dentro de su comité organizador. Debo reiterar eso para evitar malas interpretaciones: lo que manifiesto aquí no se relaciona con la organización del Descenso. Tengo además el propósito de que tampoco condicione mi actuación en ese contexto (y espero ser capaz de lograrlo).

Lo he escrito ya algunas veces. A finales de la década de 1950 y principios de la siguiente, Navia era un pueblo más del occidente de Asturias, inscrito en la tendencia general de decadencia de la zona (peso mínimo en la economía regional, despoblación, envejecimiento generacional...), tendencia que –dicho sea de paso y con la excepción de Navia– no ha hecho sino agravarse progresivamente. Tampoco voy a hablar sobre esto; ni soy quien ni estoy preparado para hacerlo.

Entre mis recuerdos de adolescente de 15/18 años (nací en 1946) se incluyen los de una moto con sidecar rotulado en francés –creo que ponía «la vache qui parle» o algo parecido–, o los de, un buen día, encontrar obreros arreglando el chamizo de madera al lado de nuestro «Olga el polvo» para montar allí un pequeño taller de construcciones de embarcaciones de madera («nuestro Olga», porque era el lugar donde solíamos pescar muiles y chapotear tratando de aprender a nadar por nosotros mismos)...

Otro recuerdo nostálgico es el del cierre progresivo de los aserraderos –el de Peláez, el de Mamerto, el de Vinjoy– en los cuales trabajaban muchos de los padres de mis amigos (que, subsecuentemente a esos cierres y al socaire del durísimo ajuste económico que supuso el llamado «plan de estabilización», hubieron de emigrar a las ciudades industriales; cuando yo volvía del internado a pasar mis vacaciones en Navia advertía que cada vez faltaba algo más en la pandilla). Sin embargo, uno de esos aserraderos resistía –yo lo veía porque me mandaban allí a cobrar recibos del Descenso; era, en concreto, aquél al que se había incorporado un socio de nombre José Luis Benito).

Una última imagen a evocar aquí es la del arreglo del barrizal de la calle Maestro Sama (donde se ubicaba por entonces la escuela de párvulos de mi madre), al que una empresa pequeña que llamaban «de Jesús de Arango» estaba poniendo un firme de hormigón... Todo ello no eran sino los primeros y tímidos pasos de entidades que luego han contribuido a hacer de la comarca de la ría de Navia un oasis económico en el desierto del debilitamiento de nuestra tierra. Claro que, en mi despreocupación adolescente, yo no era capaz de entenderlo ni de apreciarlo.

A principios de la década siguiente (1970) se instalaba en la zona una nueva industria –«la papelera», una empresa cuyo fin era el de producir pasta de papel a partir de madera de pino. Por esos años yo acababa mis estudios de Ingeniería Industrial y me hablaron de Ceasa como una posibilidad profesional, pero la cosa fue por otro lado y encontré mi primer empleo en Madrid en el sector de las telecomunicaciones. Y ahí, en Madrid y en ese mismo gremio, me jubilé; ahora no soy más que un técnico en fase de desguace que nunca perdió el contacto cercano con la tierra natal ni la añoranza por ella.

Venía a Navia siempre que podía; me había casado también en Navia (¿dónde si no?), así que tenía coartada para justificar tal fidelidad. Las vacaciones de verano, los días de permiso en Navidad y Semana Santa, los «puentes», tenían un destino fijo: Navia (seguramente hemos hecho algunos cientos de veces el viaje por carretera Madrid-Navia-Madrid). Y veía año a año cómo el pueblo (la comarca entera) se desarrollaba y la actividad económica crecía a la sombra de las empresas más grandes.

Cuando se instaló Ceasa surgieron en el pueblo voces que se oponían a su implantación a causa de la imagen contaminante asociada a las industrias del sector papelero. Esa disparidad de pareceres surgió también dentro de la organización del Descenso –los que conserven la revistilla con el programa de actos del XV Descenso (1972) podrán revisar un artículo que en ella aparecía y que resultaba de un consenso, o equilibrio interno, entre los «pro» y los «anti» papelera.

Personalmente, yo veía con simpatía el crecimiento industrial de Navia. Fui educado en el antropocentrismo y positivismo inherentes a la civilización occidental (o grecorromanocristiana, como quiera decirse): la existencia del hombre da sentido trascendente a la creación y la naturaleza está, pues, a nuestro servicio; el sentido último del mandato bíblico («creced y multiplicaos») no es otro que el de «dominad el mundo». Desde tal entendimiento del papel existencial de nuestra especie, resultará claro que simpatizo con el esfuerzo que, desde su aparición sobre la Tierra, la Humanidad pone en acomodar la naturaleza a su conveniencia. Ése resulta así un empeño ético (quede también claro que hoy sigo pensando en lo esencial lo mismo). Y, por si no estuvieran bien consolidadas mis tendencias innatas positivistas, estudié ingeniería, con lo que la profesión conlleva de afán de materialización de las posibilidades que la Naturaleza despliega ante nosotros.

En Navia, además, se estaban haciendo las cosas razonablemente bien. El planteamiento de Ceasa incluía una tubería de evacuación de residuos (a la que se dio en llamar «el emisario») que llegaba algunos kilómetros mar adentro y que obviaba el vertido de los mismos a la ría. En aquellos mis tiempos ingenuos, desconocía también la importancia que podía llegar a adquirir la existencia en Navia del «emisario» como solución de desagüe de vertidos industriales abierta a su utilización por más empresas.

Año a año, al llegar de vacaciones, veía cómo Navia seguía prosperando en una feliz conjunción de iniciativas empresariales y trabajo del conjunto de la sociedad. ¡Hombre!, de vez en cuando Ceasa «cheiraba» un poco, pero el balance global era positivo y, además, poco a poco se iba logrando contener ese inconveniente –un esfuerzo que confiemos en que no sufra retrocesos. El crecimiento incesante de la actividad económica abría nuevas posibilidades de negocio y no faltaban por fortuna emprendedores para afrontarlas y materializarlas. Aquel núcleo esforzado de hace 40/50 años se iba ampliando con otras muchas iniciativas –muchas (téngase en cuenta, por ejemplo, todo lo que hay en los polígonos de Jarrio o de Salcedo)– que no tiene objeto citar expresamente aquí y que han contribuido a hacer de la zona el oasis al que me refería unos párrafos más arriba (vaya de paso mi reconocimiento y admiración a todos aquéllos que, asumiendo un compromiso personal, aceptan el riesgo de generar puestos de trabajo a su alrededor).

Ahora, cuando la comarca de la ría de Navia es un área tentadora para la materialización de nuevas oportunidades, no está de más recordar el espíritu de trabajo y compromiso con la sociedad de los que, en aquellos años 1960/70, se embarcaron en la tarea (déjenme decir que «positivista») de ganar dinero creando riqueza. Eran, en algún sentido, pioneros, al estilo de los que vemos en las películas del Oeste, aunque ellos mismos quizá no eran conscientes del alcance que su actividad iba a tener –los pioneros, afortunadamente, casi nunca tienen conciencia de la aventura en la que se embarcan (digo afortunadamente porque, en otro caso, algunos de ellos hubiesen dado un paso atrás). Tenían voluntad de imbricación en el territorio y en la sociedad que los albergaba y trabajaron en ello con denuedo; no se trataba de ventajistas que sólo pretendían eso de «coge el dinero y vuela». Un tal espíritu de trabajo, compromiso con la sociedad y respeto a la tierra es el que hay que esperar –en cierta manera, exigir– que se mantenga en las iniciativas ya implantadas y que presida las nuevas que se pongan en marcha para aprovechar las oportunidades y soluciones que subyacen en la comarca.

Una última reflexión apunta también en el sentido de las exigencias –en este caso de las hay que plantear a aquéllos que han asumido la función de servir a, y ser representantes de, la sociedad que los ha elegido como tales. Tienen ante la sociedad la responsabilidad de emplear adecuadamente y con eficiencia los recursos de los que ellos son gestores, no propietarios. Las gentes de la comarca –por extensión, del occidente de Asturias– tienen derecho a no ser ofendidas con agrarios comparativos –algo ante lo que, salvo en casos de santidad manifiesta (que no es lo mío), los humanos nos rebelamos siempre con exasperación–, a que se vele con esmero por el entorno natural (dicho esto ¡por un «positivista»!), a que sus representantes trabajen con dedicación (la «farfolla», con la que bastantes tratan de justificar su subsistencia, no es de recibo).

Juan Martínez F.-Villamil

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