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A María, una venerable anciana

29 de Abril del 2011 - Isabel Fernández Bernaldo de Quirós (Madrid)

Cada vez que cruzo los jardines que me llevan a mi destino, o que decido detenerme en ellos para gozar de sus bondades, mi vista se desvía siempre hacia el mismo banco, porque, a ésas horas del mediodía, se sienta en él una noble anciana que nunca falta a su cita matinal a no ser que la lluvia, o la enfermedad, se lo impidan. No le amedrenta el frío, pues protege su cabeza y manos con gorro y guantes de lana, y quien le acompaña, le abraza las piernas con una cálida manta. Cuando el sol aprieta, se cobija a la sombra que proyecta un árbol generoso sobre el banco adyacente a aquél que la abriga en los inviernos.

Su mirada, tierna y casi infinita, transmite, con su silencio, lo agostado de sus esperanzas, y los surcos de su rostro, la tierra fértil en la que crecieron los frutos por ella engendrados. Su sonrisa, frágil, es, para quien la recibe, un regalo que emana de la nobleza de un corazón ya casi agotado. Sus manos, temblorosas, guardan, para quien se las ofrece, los secretos de la calidez de un generoso pasado.

Necesita ayuda para incorporarse. Su esbelto cuerpo, que lo fue antaño, asoma menguado y doblado por el peso de los años, y sus frágiles pies, arrastran tras de sí el sonido de una energía consumada. Los suaves susurros que acompañan sus pasos, son desahogos de un alma que intenta llegar a la meta sin aliento.

Desde hace unos días, mis ojos sólo contemplan la soledad de su banco vacío. Pregunto por ella y me responden que ya nunca más acudirá a su cita, porque María alcanzó, por fin, su meta. Sé que ahora encontrará el descanso definitivo.

Pero yo la echaré de menos.

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