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A la mesa las criaturas de Lucifer.

6 de Mayo del 2011 - Juan Antonio Sáenz de Rodrigáñez Maldonado (Luarca)

Desde Clístenes hasta Efialtes (462 a.C.) ha transcurrido cuarenta y seis años. Atenas continúa sumida en incesantes conflictos civiles, de todos contra todos. Agrava esta situación el conflicto armado con los persas. En el año 490 a.C. tiene lugar la batalla de Maratón y en el 480 a.C. la de Salamina. Atenas sale airosa de ambas confrontaciones, cuyo éxito no se debió precisamente a una estrategia militar inteligentemente concebida.

La reforma constitucional de carácter populista, realizada por Clístenes, ha dado lugar a que la organización y la dirección de una institución, como es el ejército, estén en manos de irresponsables e incompetentes. Las consecuencias de la reforma constitucional no tardaron en hacerse sentir. Así, en la batalla de Salaminas, los estrategas, cuyo mérito acreditado no era otro que el haber sido elegidos por el democrático sorteo, ponen de manifiesto su incompetencia y deciden que cada uno cuidase de salvarse a sí mismo. Efectivamente, siendo de extracción humilde la totalidad de los ocupantes de las naves atenienses, no otros son los que cruzan las armas con el invasor asiático, hasta vencerle. La victoria la hace valer, acogiéndose a la reforma introducida por Solón, aquella que cede los asientos de la Magistratura del Estado en razón de los servicios prestados.

El banquete del vagabundo no hace más que empezar. Cobra realidad, desde este momento, el principio de isonomía política o demokratía, que prescribe que todo ciudadano está capacitado para ocupar cualquier responsabilidad en las instituciones del Estado, acceso que, antes de las reformas, estaba reservado, en razón del criterio aristocrático, al eupatris que demuestra haber alcanzado una superior areté o virtud que sus adversarios. Los demagogos, violentos por naturaleza, irrumpen en la escena política y, a partir de este momento, la Magistratura del Estado pasa a ser gestionada por el demos que, en la acción política, no va a encontrar límite a su ejercicio despótico del poder. Así, la responsabilidad del Areópago de custodiar la constitución pasa a ser competencia de la Asamblea y del Tribunal; consiguientemente, el demos es el que legisla, al tiempo que ocupa la silla del juez. En su poder omnímodo, el demos controla tanto la propiedad como la intimidad de los individuos. Administrador de los recursos del Estado, el dispendio no halla límite. Con las contribuciones de la clase nobles y de la emprendedora se mantiene a más de veinte mil hombres, se paga la soldada, los honorarios de los miembros del Consejo, de los magistrados, miembros de los tribunales y de la Asamblea, miembros, en su mayoría, de extracción plebeya. De estos impuestos se paga también la comida del demos en los días de fiesta, representaciones teatrales y todo aquello que al pueblo se le apetece. Este uso de las contribuciones, a criterio de Aristóteles, es contraproducente, por cuanto da lugar a que se preocupen más de ser sorteados los hombres cualquiera que los hombres decentes.

En un banquete así, la mesura no es servida. La cantidad fijada para embellecer la ciudad con obras escultóricas, arquitectónicas y pictóricas salen de los impuestos cobrados a las ciudades sometidas y del foro de los miembros de la Liga de Delos.

La desmesura de la plebe ateniense alimenta las disensiones en el interior y da origen a la hostilidad de las ciudades sometidas. Tucídides, en la insolencia de miembro del partido radical democrático, escribe: Somos odiados como todos los que se han propuesto dominar a otros, y hay que tener el coraje de arrostrar la envidia para lograr grandes fines; nuestro imperio es realmente una tiranía; pero si parece haberla instaurado, no hay más remedio que continuarla, pues de lo contrario caería sobre nosotros la venganza.

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