En la muerte de Sabato
No puedo evitar que lo primero que se me venga a la cabeza al hablar de la muerte de Ernesto Sábato sea el tópico de que los escritores de su talla nunca mueren del todo, pues siempre nos quedará su obra. Además, el Sábato escritor, como le oí decir a Delibes hablando de sí mismo, había muerto unos años antes que el hombre.
Recuerdo ahora con emoción cómo hace ya casi veinte años empecé a leer una novela cuyo título siempre me había llamado la atención: «Sobre Héroes y Tumbas». Si entre los numerosos libros que estaban a mi alcance en casa de mis padres elegí aquel, fue precisamente por su título, ya que no recuerdo que yo tuviera ningún tipo de información previa ni sobre el libro ni sobre el autor. Me fascinó todo de aquel libro, ese arranque, cómo encajan entre sí sus cuatro partes, la delicadeza con la que está escrito, pero por encima de todo sus personajes. Alguna vez he dicho medio en broma, medio en serio, que Alejandra, Martín, Fernando o Bruno me resultan más cercanos que mucha gente a la que conozco desde hace años.
No quiero contar nada del libro, sólo quiero aminar a los que no lo han leído a que lo hagan y a ser posible sin tener ningún tipo de información previa sobre el mismo. Releer esa novela como yo he hecho ya tantas veces es una delicia porque uno siempre capta cosas nuevas, pero no es comparable al placer de abordarla por primera vez. Por eso muchas veces he pensado que si eso fuera posible, me gustaría que borrasen la parte de mi cerebro que contiene mis recuerdos del libro y poder volver a experimentar lo que sentí la primera vez que leí esta novela. Así que envidio a los que tienen la suerte de poder enfrentarse a este libro por primera vez, oportunidad de la que yo carezco. Acabo esta carta con un pequeño fragmento de «Sobre Héroes y Tumbas», ya que nada de lo que yo diga puede mejorar lo que escribió, hace ya cincuenta años, Ernesto Sábato: «Martín también dijo que aunque no hubiese pasado nada entre ellos, aunque sólo hubiera estado o hablado con ella en una única ocasión, a propósito de cualquier nimiedad, no habría podido ya olvidar su cara en el resto de su vida. Y Bruno pensaba que era cierto, pues era algo más que hermosa. O, mejor dicho, no se podía estar seguro de que fuera hermosa. Era distinta».
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