La educación: ¿bien común o campo de batalla?
En toda España, desde hace muchos años –no me siento capaz de afirmar cuántos–, se viene debatiendo sobre el modelo educativo idóneo sin acabar de encontrarse un plan que satisfaga las expectativas ni de quienes aprobaron las correspondientes leyes que los pusieron en práctica ni de quienes las sufrieron. Lejos de ir aproximándose hacia soluciones más eficaces, las sucesivas políticas educativas han ido despertando rechazos crecientes en amplios sectores de la sociedad, con matices muy particulares en determinadas comunidades autónomas, pero en todo caso adquiriendo la poco honorable categoría de problema en el conjunto del Estado.
La discusión sobre métodos y sistemas educativos se libra no como debate en el terreno del análisis científico constructivo, sino como lid en el campo de batalla político. Los libros de texto y las asignaturas, otrora inocuos útiles y materias para la formación de nuestros hijos, cargados de conocimiento y utilizados por Maestros (con eme mayúscula) como depósitos del saber y estimulantes del aprender, se cargan ahora con material altamente inflamable y explosivo y se utilizan como proyectiles de artillería por soldados –gente a sueldo– de todos los colores, en un intercambio loco, por momentos espeluznante. La utilización de técnicas de formación de opinión pública, expresión de moderno cuño empleada en ésta y muchas otras ocasiones para transformar en virtud el poco noble arte de manipular el pensamiento de la sociedad –sobre este asunto–, alcanza el grado de derroche imaginativo.
Si en los tiempos actuales nadie discute la condición de bien de interés general de la educación, es muy difícil justificar la ausencia de un consenso entre las principales fuerzas políticas en la materia. Es preciso y, a tenor del ambiente que se respira hoy en esta materia, es también urgente alcanzar un acuerdo general que establezca las líneas maestras de la política educativa para los años venideros, así como los procedimientos de revisión periódica de los resultados obtenidos en su aplicación y los correspondientes mecanismos de corrección de sus enfoques. La gran incógnita es: ¿cómo justificarán ante la sociedad los grandes partidos políticos la ausencia de propuestas convincentes para alcanzar ese consenso en materia educativa? La respuesta no debería ser, una vez más, pan y toros.
La consecución de una sociedad auténticamente moderna, libre y democrática es una tarea quizás inacabable. Requiere probablemente de muchos esfuerzos en diversos ámbitos, pero es quizás el de la educación, si no el clave, sí uno de los terrenos básicos en los que es preciso trabajar de manera positiva; es decir, al margen de todos los intereses que no sean el interés de la sociedad, el interés de todos. Una educación para todos, en la que la libertad de elección de estilo y sistema educativo no sea un privilegio de los económicamente más desahogados, sino un derecho al alcance de todos. En la medida en que seamos capaces, como sociedad, de desligar la planificación de la educación de los planteamientos de los grupos de interés y la centremos en el solo interés de la sociedad, el ideal planteado será posible. Sólo un pacto, un gran pacto de consenso, puede identificar de manera creíble, y por tanto ética, cuál es el interés de la sociedad.
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