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De Sartre, Saastre y la pena de muerte

7 de Mayo del 2011 - Celso Peyroux

Dicen que no hay mal que por bien no venga. Publicaba, hace poco tiempo, en LA NUEVA ESPAÑA un artículo titulado «Nosotros acusamos» en el que exponía una serie de razones y reflexiones sobre «¡Indignaos!», el libro de Stéphane Hessel. Invitaba el pensador y escritor francés a la necesidad de una «revolución pacífica» ante la indiferencia popular y las muchas injusticias que tiene la sociedad en la que vivimos.

En dicho artículo cometí un lapsus al cambiar el nombre de dos escritores de gran prestigio. Al pensador, filósofo y novelista francés Jean-Paul Sartre le otorgué el que corresponde a otro célebre escritor y dramaturgo, Alfonso Sastre. Cercanos en sus postulados políticos y a la corriente «existencialista», el primero fue ante todo un filósofo mientras que el último fue un hombre del teatro.

Pero aprovecho la ocasión para sacar de nuevo a la luz a ambos porque siempre viene bien recordar los grandes hombres y mujeres (la escritora Simone de Beauvoir, 1908-1986, fue la mujer de Sartre) que en el mundo han sido dejándonos una gran estela que seguir y ejemplos a los que imitar.

Sartre (1905-1980) había nacido en París y se caracterizó, durante toda su vida, por ser un escritor comprometido, al igual que lo fue y sigue siendo Alfonso Sastre. Lo de compromiso no deja de ser un eufemismo pues todo escritor que se precie de tal ha de ser díscolo con los poderes y solidario con la sociedad en la que vive, porque el hecho de ser escritor ya implica de por sí un compromiso. Sin ir más lejos, queden como paradigma los vínculos adquiridos por el propio Hessel, José Luis Sampedro (prologuista de su alegato), José Saramago, Albert Camus, Clarín, Cervantes, San Juan de la Cruz, Paul Éluard, Quevedo… y los poetas universales, porque la poesía es rebelión e indisciplina.

Jean-Paul Sartre no sólo fue un escritor comprometido, sino un rebelde con causa hasta el punto que rechazó el premio Nobel declinando todo reconocimiento o distinción «por considerar que los lazos entre el hombre y la cultura deben desarrollarse directamente, sin pasar por las instituciones». Sartre fue uno de los grandes existencialistas de la época, que concebía la existencia humana como existencia consciente.

Por su parte, Alfonso Sastre (Madrid, 1926) es un excelente dramaturgo implicado a fondo en la lucha contra el franquismo. Sostuvo una notoria polémica con Antonio Buero Vallejo sobre el modo de luchar con el teatro para cambiar la sociedad durante la dictadura. Mientras que Buero defendía el «posibilismo», esto es, aprovechar cualquier resquicio que permitiera la censura franquista para intentar cambiarla desde dentro, Alfonso Sastre consideraba, más radicalmente, que esta actitud era una claudicación y optó por un teatro extremista que apenas encontró forma de poder ser representado, al margen de foros muy limitados, a causa de las dificultades que ponían los empresarios teatrales y la presión de la censura.

Volviendo al efímero, causal y casual encuentro en París con Jean-Paul Sastre, añadir que ocurrió el 24 de Julio de 1976, bajo una ardiente canícula estival, mientras en España se daba a conocer una terna política de la que saldría elegido Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Éramos una legión de ciudadanos gritando consignas contra la pena de muerte y a favor de la conmutación de la pena capital que debería aplicarse, por aquellos días, contra Christian al Ranussi. De nada sirvió nuestra protesta porque al desgraciado lo decapitaría la guillotina según «Penas en materia criminal» (capítulo primero/ 12: todo condenado a muerte tendrá la cabeza cortada). La última ejecución capital en Francia ocurriría en 1977 y, cuatro años más tarde, sería abolida con la llegada de François Mitterrand.

Al igual que Stéphane Hessel, cientos de intelectuales y miles de ciudadanos estamos en contra de la pena de muerte por ser un crimen execrable de Estado. No hay ejemplaridad alguna con esta acción violenta porque este castigo –con premeditación, alevosía y casi siempre ejecutada cuando nacen de nuevo el sol y la esperanza– privando de la vida a un ser humano, nunca desanimó a otros criminales y la sangre vertida por el ajusticiado no impide, al día siguiente, un nuevo asesinato.

Entre dos mil y tres mil reos de muerte son ejecutados en diferentes partes del mundo. Amnistía Internacional ofrece todos los años unas cifras estremecedoras solicitando su abolición global porque al decir del sabio Maimónides: «Es mejor y más satisfactorio liberar a un millar de culpables que sentenciar a muerte a un solo inocente».

Celso Peyroux

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