Novelística anticlerical
Llevamos, desde hace algún tiempo, una larga historia de encuentros y desencuentros entre el laicismo y la Iglesia, entre el clericalismo y el anticlericalismo. De algún modo esto es muy antiguo, se remonta a los tiempos de Bonifacio VIII (siglo XIII) en aquella célebre bula «Clericis laicos», que ya empieza diciendo: «Es cosa bien sabida que desde antiguo los laicos han sido enemigos de los clérigos…». Desde entonces el ir y venir, los pros y los contras, no han cesado.
El año pasado salió a la venta una nueva edición de la novela de Palacio Valdés «La fe», novela que fue considerada durante un tiempo como anticlerical. Hace días (1/4/11) la revista «Vida Nueva» tocaba este mismo tema diciendo, entre otras cosas, que si ojeamos la novelística actual, «vemos a monjas y curas trabucaires en las obras de Almudena Grandes y sus obsesiones freudianas con los hábitos; a Pérez Andújar y su lectura visceral de las Misiones Pedagógicas; a Marías y sus obsesiones redondas; a Manuel Rivas y su hoguera libresca; a Maruja Torres y su obsesión libanesa; a Juan José Millás, Gala y sus truenos, Vicent, Belén Gopegui, Monzó, Mainer, Martín Casariego, Fernando Delgado… Plumas cargadas contra lo que huela a sagrado» («Novelistas que cargan contra lo religioso», por Juan Rubio. Número 91).
La novelística anticlerical es abundante desde siempre, pero leída sin prejuicios, salvo autores cuya agresividad y beligerancia, a veces de mal gusto, es de todos conocida, y sopesando pros y contras, uno llega a la conclusión de que deberíamos ser suficientemente audaces con el propio término hasta poder decir que el mero anticlericalismo no es en sí precisamente malévolo o perverso, ya que puede suceder también que lo sea incluso, y más, el propio clericalismo. Si el clericalismo (en su peor acepción) no es evangélico, lógicamente el anticlericalismo que fustiga ciertas conductas puede llegar a ser hasta evangélico.
Subtítulo: Análisis de las críticas a la Iglesia o a sus ministros
Destacado: Si la crítica tiene fundamento y visos de verdad, nos da pie para el examen de conciencia, para la reflexión y el arrepentimiento consiguiente
Trataré de explicarme. El anticlericalismo –serio y desapasionado, pensemos en «La fe», de Palacio Valdés, o en «La Regenta», de Clarín (decíamos que también lo hay perverso y desaforado)– suele fustigar los defectos y fallos reales del clericalismo. Y la crítica a la Iglesia o a sus ministros, cuando es desapasionada y tiene fundamento real, tenemos que verla como algo positivo, a falta de autocrítica, o sea, como un examen de conciencia, una especie de catarsis y depuración de costumbres que puede servir para limpiar los bajos fondos de la barca de Pedro. Humillarnos, reconocernos pecadores y ser sufridores por la fe es una de las posturas más gratas a Dios y el camino más seguro para hallar la Verdad y alcanzar la santidad.
A veces nos alarmamos de que se persiga a la Iglesia y se mofen de sus ministros, que se los calumnie e incluso hasta que se les quite la vida. En clave evangélica deberíamos alegrarnos. Porque si la crítica tiene fundamento y visos de verdad, nos da pie para el examen de conciencia, para la reflexión y el arrepentimiento consiguiente. De no ser verdad, sino simples infundios e injustas acusaciones, se cumple el Evangelio: «Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mi causa. Alegraos y regocijaos porque grande será vuestra recompensa en los cielos, que así persiguieron a los profetas antes que a vosotros (Mt. 5, 11). Jesús no habla de defensa, únicamente califica a los tales de bienaventurados.
No es aquí el lugar para un examen más detenido. Pero un repaso por alto a la novelística anticlerical del siglo XIX nos descubre parte de estas lacras que sufrió el clero: novelas que descubren y censuran los pecados de avaricia, envidia, inmoralidad, etcétera, y las que se fijan en cuestiones de dudas de fe o su abandono por parte del clérigo.
Resumiendo y viendo las cosas de manera desapasionada e imparcial, con la mano en la verdad, se puede hablar de un anticlericalismo ortodoxo y evangélico y de un clericalismo heterodoxo y laicista. Ni los primeros cristianos, ni Teresa de Calcuta, ni Juan XXIII, ni Vicente Ferrer, ni Francisco de Asís reaccionaron a los insultos. Estos pertenecen a los instrumentos de santificación que sugiere el Evangelio. Una vida ejemplar viviendo el amor al prójimo a tumba abierta hasta el «mirad cómo se aman» y el «en eso conocerán que sois mis discípulos» sería el mejor argumento y la réplica más eficaz, contundente y del agrado de Dios a todos los insultos, ataques, mofas y persecuciones. Es urgente que la mente y el corazón católico sufran un giro copernicano en este punto. En vez de defensores y apologistas, ser testigos y sufridores, como lo fue Jesús.
«Desear soportar humillaciones –hermano León– y oprobios por el amor de Cristo más que recibir honores y alabanzas vanas; y alegrarse de las injurias, y entristecerse con los honores» fue el programa de aquel gran santo, el más parecido al carpintero de Nazaret, que quiso llamarse il poverello d’Assisi.
Debe rellenar todos los datos obligatorios solicitados en el formulario. Las cartas deberán tener una extensión equivalente a un folio a doble espacio y podrán ser publicadas tanto en la edición impresa como en la digital.
Las cartas a esta sección deberán remitirse mecanografiadas, con una extensión aconsejada de un folio a doble espacio y acompañadas de nombre y apellidos, dirección, fotocopia del DNI y número de teléfono de la persona o personas que la firman a la siguiente dirección:
Calvo Sotelo, 7, 33007 Oviedo