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Novelística anticlerical

12 de Mayo del 2011 - José Manuel Feito

Llevamos, desde hace algún tiempo, una larga historia de encuentros y desencuentros entre el laicismo y la Iglesia, entre el clericalismo y el anticlericalismo. De algún modo esto es muy antiguo, se remonta a los tiempos de Bonifacio VIII (siglo XIII) en aquella célebre bula «Clericis laicos», que ya empieza diciendo: «Es cosa bien sabida que desde antiguo los laicos han sido enemigos de los clérigos…». Desde entonces el ir y venir, los pros y los contras, no han cesado.

El año pasado salió a la venta una nueva edición de la novela de Palacio Valdés «La fe», novela que fue considerada durante un tiempo como anticlerical. Hace días (1/4/11) la revista «Vida Nueva» tocaba este mismo tema diciendo, entre otras cosas, que si ojeamos la novelística actual, «vemos a monjas y curas trabucaires en las obras de Almudena Grandes y sus obsesiones freudianas con los hábitos; a Pérez Andújar y su lectura visceral de las Misiones Pedagógicas; a Marías y sus obsesiones redondas; a Manuel Rivas y su hoguera libresca; a Maruja Torres y su obsesión libanesa; a Juan José Millás, Gala y sus truenos, Vicent, Belén Gopegui, Monzó, Mainer, Martín Casariego, Fernando Delgado… Plumas cargadas contra lo que huela a sagrado» («Novelistas que cargan contra lo religioso», por Juan Rubio. Número 91).

La novelística anticlerical es abundante desde siempre, pero leída sin prejuicios, salvo autores cuya agresividad y beligerancia, a veces de mal gusto, es de todos conocida, y sopesando pros y contras, uno llega a la conclusión de que deberíamos ser suficientemente audaces con el propio término hasta poder decir que el mero anticlericalismo no es en sí precisamente malévolo o perverso, ya que puede suceder también que lo sea incluso, y más, el propio clericalismo. Si el clericalismo (en su peor acepción) no es evangélico, lógicamente el anticlericalismo que fustiga ciertas conductas puede llegar a ser hasta evangélico.

Subtítulo: Análisis de las críticas a la Iglesia o a sus ministros

Destacado: Si la crítica tiene fundamento y visos de verdad, nos da pie para el examen de conciencia, para la reflexión y el arrepentimiento consiguiente

Trataré de explicarme. El anticlericalismo –serio y desapasionado, pensemos en «La fe», de Palacio Valdés, o en «La Regenta», de Clarín (decíamos que también lo hay perverso y desaforado)– suele fustigar los defectos y fallos reales del clericalismo. Y la crítica a la Iglesia o a sus ministros, cuando es desapasionada y tiene fundamento real, tenemos que verla como algo positivo, a falta de autocrítica, o sea, como un examen de conciencia, una especie de catarsis y depuración de costumbres que puede servir para limpiar los bajos fondos de la barca de Pedro. Humillarnos, reconocernos pecadores y ser sufridores por la fe es una de las posturas más gratas a Dios y el camino más seguro para hallar la Verdad y alcanzar la santidad.

A veces nos alarmamos de que se persiga a la Iglesia y se mofen de sus ministros, que se los calumnie e incluso hasta que se les quite la vida. En clave evangélica deberíamos alegrarnos. Porque si la crítica tiene fundamento y visos de verdad, nos da pie para el examen de conciencia, para la reflexión y el arrepentimiento consiguiente. De no ser verdad, sino simples infundios e injustas acusaciones, se cumple el Evangelio: «Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mi causa. Alegraos y regocijaos porque grande será vuestra recompensa en los cielos, que así persiguieron a los profetas antes que a vosotros (Mt. 5, 11). Jesús no habla de defensa, únicamente califica a los tales de bienaventurados.

No es aquí el lugar para un examen más detenido. Pero un repaso por alto a la novelística anticlerical del siglo XIX nos descubre parte de estas lacras que sufrió el clero: novelas que descubren y censuran los pecados de avaricia, envidia, inmoralidad, etcétera, y las que se fijan en cuestiones de dudas de fe o su abandono por parte del clérigo.

Resumiendo y viendo las cosas de manera desapasionada e imparcial, con la mano en la verdad, se puede hablar de un anticlericalismo ortodoxo y evangélico y de un clericalismo heterodoxo y laicista. Ni los primeros cristianos, ni Teresa de Calcuta, ni Juan XXIII, ni Vicente Ferrer, ni Francisco de Asís reaccionaron a los insultos. Estos pertenecen a los instrumentos de santificación que sugiere el Evangelio. Una vida ejemplar viviendo el amor al prójimo a tumba abierta hasta el «mirad cómo se aman» y el «en eso conocerán que sois mis discípulos» sería el mejor argumento y la réplica más eficaz, contundente y del agrado de Dios a todos los insultos, ataques, mofas y persecuciones. Es urgente que la mente y el corazón católico sufran un giro copernicano en este punto. En vez de defensores y apologistas, ser testigos y sufridores, como lo fue Jesús.

«Desear soportar humillaciones –hermano León– y oprobios por el amor de Cristo más que recibir honores y alabanzas vanas; y alegrarse de las injurias, y entristecerse con los honores» fue el programa de aquel gran santo, el más parecido al carpintero de Nazaret, que quiso llamarse il poverello d’Assisi.

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