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Vuelo de murciélagos en los salones de palacio

13 de Mayo del 2011 - Juan Antonio Sáenz de Rodrigáñez Maldonado. (Luarca)

Ayer, Solón sembró la semilla del diablo y, hoy, el déspota plebeyo asiento tiene en la Magistratura. Desmoronados los cimientos éticos, religiosos y jurídicos del Estado, la envidia, la codicia, la arbitrariedad, el terror, la sospecha, escriben leyes y dictan sentencias. Paradójicamente, una constitución nacida con vocación de erradicar el despotismo y de pacificar las facciones, sienta las bases del despotismo democrático. Mal inevitable, por cuanto las reformas políticas, llevadas a cabo en la civilización griega, adolecían de un mecanismo adecuado de control del Estado. El hecho es que los cambios de régimen no nacen para corregir el abuso del poder, sino como resultado de la lucha por hacerse con el control del Estado. No se trata de construir un valladar que ponga cerco al despotismo, sino de un cambio de moradores de palacio: los nobles retiran del asiento al tirano, y la plebe aspira a ser como aquellos.

Instalada la plebe en las salas de palacio, los legisladores lo son del igualitarismo populista. En este estado de cosas, Pericles (495-429 a.C.) lleva, hasta el extremo, las reformas iniciadas por Efialtes. Ya, en colaboración con su predecesor, en el año 462 a.C., acomete la reforma del Areópago, institución política encargada de vigilar el cumplimiento de las leyes. A partir de ahora pasa a ser un órgano estatal de segundo orden, y al que se le asigna competencias administrativas y judiciales de menor relevancia.

La reforma de la constitución deja la organización del Estado -Consejo, Areópago, Ejército, Arconte y Tribunales- en manos del vulgo. No serán ya las mentes más despiertas las llamadas a guiar el destino de Atenas, sino la plebe en asamblea. El espíritu sobresaliente no sólo ve restringido su ámbito de actuación por el demos, sino que él mismo, movido por la prudencia, se inhibe de participar en la vida pública. Motivos existen: no sólo peligra la vida y la propiedad del hombre de valía, a quien el sicofanta señala como conspirador, sino también de aquél que pretende introducir alguna mejora en la aplicación de las leyes o eleva una "queja contra la ilegalidad". Al hombre de valía, y al que sobresale por su actividad económica, y al ciudadano en su individualidad, la nueva situación les coloca en una posición de debilidad. Y es que la plebe no solo legisla, sino también ejerce de juez y jurado en los tribunales. (¿Quién cuestionará las leyes aprobadas por la plebe en la Asamblea, sabiendo que le juzgarán los mismos que han dictado aquellas? ¿Cómo proponer alguna reforma al común parecer, aun cuando la razón así lo exija, si se puede ser acusado de traición a la patria?)

Se observa cómo el nuevo orden jurídico, traído de la mano de Dracón, y los cambios constitucionales, introducidos por Pericles, no inspiran confianza al ciudadano. El sentimiento de indefensión judicial es la dolencia propia de aquél que debe dar explicaciones ante un tribunal. En este estado de cosas, se comprende el papel social del sofista. Busca su servicio, fundamentalmente en oratoria, no solo quien tiene ambición política, sino también aquél que, debiendo defender por sí mismo su caso, pretende salir airoso frente a unos tribunales caracterizados por su arbitrariedad en la aplicación de la ley.

Este control del Estado por la plebe se hace sentir con mayor virulencia en la vida y bienes de la nobleza y la clase adinerada. En este sector de la sociedad recae la liturgia o presupuesto estatal, que Pericles aumentó notablemente, destinado a subvencionar la coregía, la gimnasiarquía, la trierarquía o equipamiento de una trirreme, así como sufragar los gastos de armamento, construcción de naves y expediciones militares, y a cubrir también los gastos de la fortificación de la ciudad, de obras públicas y monumentos. Esta clase social ve agravada más aún su situación económica con el democrático decreto, acordado en la Asamblea, por el que se debe repartir entre la gente del pueblo las confiscaciones y parte del impuesto recaudado por el Estado. Así, con este dispendio, Pericles paga la adhesión del demos.

Dada la falta de rigor procesal del Tribunal y que ningún ciudadano se ve libre de la sombra del sicofanta, no sorprende que los hombres de mayor valer rehuyan la vida pública. Mas tampoco puede sorprender que la Polis esté amenazada continuamente por luchas civiles entre las distintas facciones sociales -demócratas y quienes padecen los excesos de estos-, y por quienes sufren la pena de ostracismo, habitualmente generales, miembros de la nobleza y de la clase adinerada, así como alguna personalidad sobresaliente que, en la esperanza de un cambio político, pasan a engrosar las filas enemigas extranjeras.

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