Niños, entre la carnaza y el botín
Con su artículo «Niño robado, niño comprado», Lucía Etxebarría pone en «El Magazine» dominical de LA NUEVA ESPAÑA su habitual vehemencia y sensibilidad al servicio de una buena causa, la lucha contra el inframundo de las adopciones ilegales. Concluye su alegato con estas lúcidas palabras: cada niño tiene derecho a tener una familia, pero los adultos no tenemos el derecho a adoptar un niño, sólo el deseo.
Confieso, pues, mi perplejidad al tratar de identificar esa delgada línea –probablemente roja– que separa al niño rey de la casa y tesoro de la humanidad, con un incuestionable derecho a tener una familia, del niño excrecencia o incordio, cuya humanidad es un concepto discutido y discutible, y sobre cuya continuidad como ser vivo tiene la última palabra quien no sólo se ve asistida del legítimo deseo de no ser madre, sino del derecho legal a dejar de serlo en el momento que juzgue más oportuno o conveniente. Al parecer, el derecho de los fuertes no reconoce a ese aspirante a bebé mimado la posibilidad de encontrar otra familia más receptiva cuando alcance, por nacencia y por ley, el escudo protector de su plena condición humana.
Si la Sra. Etxebarría no tiene miedo a traspasar líneas rojas como filos de navaja, y arroja algo de su luz sobre la paradoja esquizofrénica de la doctrina oficial, no sólo se lo agradeceremos muchos lectores, sino bastantes niños que probablemente preferirían ser vendidos por 20.000 euros en lugar de costar en canal un diezmo de esa cantidad.
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