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¿Volver a empezar?

14 de Junio del 2011 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

Enrique de Castro tiene más razón que un santo cuando afirma que las religiones han secuestrado la fe del ser humano, o que Jesús no cree en ninguna de las que hemos inventado los humanos (LNE,11.06.11). Bajo las múltiples formas de entender el cristianismo emerge el núcleo duro de que Dios se manifiesta en Jesús, hasta el punto de que todo lo humano es divino y cualquier búsqueda de lo divino al margen de lo humano es extravío. Navarro Crego, en su Tribuna la LNE del 02.06.11.expone de forma rigurosa, breve y clara cómo ese contenido nuclear se articula en la tradición bíblica, en la helénica y en la metafísica occidental. Si hablamos de moral, nos la enseñaba muy bien el viejo catecismo de nuestra infancia: Estos 10 mandamientos se encierran en dos, en amar y servir a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. La moral cristiana se resume en los distintos nombres y ejercicios del amor (caridad, solidaridad, justicia). En el ama y haz lo que quieras de S. Agustín.

Hasta aquí son perfectamente compartibles las razones de de Castro. ¿Pero no pierde el padre Enrique estrepitosamente la razón cuando incluye a la católica entre las religiones inventadas por los hombres? Como si el cristianismo empezara en la parroquia de Entrevías o el Verbo se encarnara en la persona de don Enrique. La desmesura se consuma cuando denuncia que muchos curas, muchos teólogos y no digamos los obispos desconocen las raíces de la cultura cristiana. Pues eso, no digamos. Porque al hablar así, D. Enrique sentencia como un inquisidor, frente al Evangelio que aconseja no juzgar si no se quiere ser juzgados. Y entra como elefante en una cacharrería muy fina, desoyendo de nuevo el Evangelio que pide que no se acabe de romper la rama ya quebrada.

Es arriesgado contradecir a unos hombres a quienes, por lo auténtico y extremado de su testimonio vital, uno no les llega a los calcaños (dicho sea sin reticencias, tomándole las palabras a Carmen Gómez Ogea). Pero Agamenón no es infalible y la verdad la dice a veces el último de sus porqueros. La verdad que se echa en falta aquí es que, por esencial que sea, la parte no es el todo. La preferencia evangélica por los pobres no implica que la misión de la Iglesia se agote en ser una especie de ONG de beneficencia integral. Ni Francisco de Asís aspiraba a que la Iglesia entera se convirtiera en una congregación de franciscanos y de Clarisas. También los ciudadanos de clase media pueden ser cristianos honrados y hasta generosos.

De hecho, llegar a ser de clase media ¿no es la aspiración más legítima de cualquier pobre?. Que la Iglesia atraviesa una crisis de envergadura es evidente; que ciertas formas de cristianismo progresista ayuden a superarla es cuestionable. ¿No es sintomático que el anticlericalismo más pugnaz y rencoroso se agarre con entusiasmo al banderín de enganche de cualquier cura protestatario? Lo que parece fuera de duda es que los cristianos progresistas contribuyen de forma decisiva a la hiperlegitimación de la izquierda (y a que los partidos de izquierda ganen elecciones). Que con ello contribuyan al progreso de la justicia es más dudoso, cuando vemos una y otra vez que la gobernación de izquierdas se acompaña de un incremento crudelísimo del paro. La izquierda, por supuesto, se reivindica como el partido de los pobres. Decían de Degaulle que le gustaba tanto Alemania que estaba encantado de que hubiera dos. Muchos progres muestran un entusiasmo tan dudoso por los pobres que parecen encantados de que haya cuantos más mejor.

Particularmente extemporánea suena la cantinela del poder de la Iglesia. ¿De qué poder se habla? Los que asistimos al partido desde el tendido, percibimos a los obispos como árbitros amedrentados que apenas se atreven a pitar falta. En el pulso tan mediatizado entre el arzobispo Rouco y el párroco de Castro ¿quién está llevando el gato al agua? ¿Quién tiene mejor prensa? ¿Quién sale crecido del envite? E incluso y sobre todo ¿cuál de los dos excomulga al otro? En el momento álgido, de Castro contó con el inestimable sostén de Bono y de Zerolo, dos pobres de mucha solemnidad. Conversación entre dos chavales: ¿Tú crees en Dios? / En el de Enrique sí. (Testimonio aportado por el propio Enrique) ¿Crees en Dios? Cuestión peliaguda que la Constitución nos dispensa de contestar, pero no nos prohíbe que lo hagamos. ¿Crees en Dios? / De entrada, en el de Bono, diría que no.

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