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A don Juan Uría Maqua, mi "in memoriam" lleno de afecto

2 de Julio del 2011 - Agustín Hevia Ballina

Cuando un ser querido, un amigo entrañable, se separa de nosotros, por ser humanos, no podemos menos de experimentar en nuestras almas el dolor más profundo, la pena más sincera, ante el momento de la separación, pero, al mismo tiempo, confiados en la palabra del apóstol San Pablo, que nos expresa la convicción de nuestra fe de creyentes y de cristianos, proclamándonos, con ardimiento, «suplo en mí lo que falta a la Pasión de Cristo», ese dolor y esa pena experimentados en lo hondo del corazón adquieren un inmenso valor redentivo, unido al sacrificio de Cristo en la cruz.

En esos momentos tensos, sentimos en honda intensidad el consuelo y el confortamiento de la fe, que, como acudiendo en suplencia de nuestra fragilidad, nos robustece en lo espiritual para trasladarnos desde la zozobra interior a una mesurada aceptación y recuerdo cariñoso, a una vivencia cálida de sentirnos apoyados por la gracia sobrenatural en la prosecución de nuestra meta, para la que esperamos una conquista similar a la que nuestros seres queridos, muertos ya en Cristo, han alcanzado.

Tales sentimientos de confortamiento afloran a nuestro espíritu al ofrecer esta expansión del alma que quizá pueda también sintetizar y armonizar los sentimientos sugeridos para nosotros ante la muerte para este mundo de nuestro íntimo y cercano familiar y amigo don Juan Uría Maqua, recientemente fallecido.

Subtítulo:Apunte cristiano de la figura de un "hombre bueno"

Destacado: Sus convicciones de cristiano y de creyente hincaban sus raíces en una sólida educación y formación cristianas recibida de sus padres, muy en especial de su madre

No es mi intención en estos momentos desarrollar ningún tipo de panegírico que refleje una figura de don Juan deformada o distorsionada por la alabanza y la hipérbole. Ni ése era el espíritu, cargado de sencillez casi franciscana, del amigo ni tampoco las circunstancias lo permiten. Expongo aquí un breve apunte de don Juan Uría Maqua que lo refleje en algunas facetas que, desde su condición de hombre y de creyente cristiano, nos ofrezcan como un apoyo paradigmático para nuestra propia fe y vivencia cristianas.

De su condición de hombre muchos han abundado estos días en un calificativo, definiéndolo como «un hombre bueno», y en realidad tal era don Juan para cuantos le rodeaban. Fue también un creyente cristiano consecuente y comprometido con sus creencias, que él llevaba a la vida toda, especialmente a la deontología de su profesión de maestro de mentes jóvenes que, en sus clases de su cátedra de instituto y de su docencia universitaria, nunca dejaron de ser para él una auténtica bandera de testimonio cristiano.

Sus convicciones de cristiano y de creyente hincaban sus raíces en una sólida educación y formación cristianas recibida de sus padres, muy en especial de su madre, de quien don Juan siempre hablaba casi con devoción y ternura inusuales, llevando como en sus genes sus convicciones de creyente. Su vocación de maestro hincaba también hondamente sus raíces en quien, además de la vida y de la profesión de su fe, supo ser un auténtico maestro de generaciones jóvenes, a las que moldeó en sus mentes no sólo en los conocimientos de la Historia, sino en sapiencias hondas que sirvieran para afrontar la vida y las vivencias más radicales. Naturalmente, a todos se nos viene a las mentes espontáneamente la figura prócer de sabio y de caballero de don Juan Uría Ríu, maestro de tantas generaciones y prolífico escritor de la Historia de Oviedo, de Asturias y de España.

Nacido en Noreña, en su palacio del Rebollín, allí se radicaron muchos de los recuerdos y vivencias infantiles de don Juan, compartidas con la ovetense casa de los Maqua de la calle San Isidoro. Allí, casi a la sombra de la Catedral, aprendió don Juan de cariños hacia el templo catedralicio, pudiendo llevarlos a concreción siempre a lo largo de su vida como socio de la Asociación de Amigos de la Catedral, después como presidente y últimamente como miembro de su junta directiva, siempre atento a cuanto pudiera redundar en provecho y mejora para su Catedral del alma.

Su dedicación a la investigación histórica hacía de él un profesor dedicado, exigente y serio, un conocedor eximio de las interioridades de un mundo del que los historiadores, como recomponiendo teselas de un inacabado mosaico, de una nunca culminada tarea, van consiguiendo descubrir el bello tapiz que desentrañan los estudiosos para un servicio a la sociedad y a la Historia. No quiero silenciar sus dedicaciones etnográficas en relación a la canción asturiana, que, como una inclinación callada, le llevó también a notables logros prácticos muy destacados.

Don Juan fue primordialmente en su vida un hombre dedicado a su familia, en la que, con el apoyo sencillo y callado de su esposa, Fidela, llevó adelante la tarea de educar a sus siete hijos, que lo prolongan hoy ya, con sus esposas y maridos, en sus nietos, formando con el resto de la saga de los Uría un plantel de hogares cristianos en medio de los cuales don Juan, agrupándolos cual patriarca amoroso en su palacio de Agüerina, a la sombra lejana del Cardenal Cienfuegos, rodeado de las reliquias que, copiosas, aquél había traído de Roma, se sentía feliz y plenamente realizado como hombre y como creyente cristiano.

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