Durar no es siempre vivir
El envejecimiento avanza, para muchas personas, acompañado de una importante pérdida del poder adquisitivo, de la autoestima y de la salud. Personas que sienten, en lo más profundo de su alma, cómo se han ido quedando por el camino los amigos, el esposo, la esposa, los hermanos y ¿quizás algún hijo? De este modo, la desesperanza y la soledad se convierten, demasiado a menudo, en compañeros no deseados de su larga andadura.
Las estadísticas oficiales presumen de la gran cantidad de personas que llegan a alcanzar una edad muy avanzada. Pero, si bien es cierto esto, y que todos conocemos algún octogenario o nonagenario activo y ejerciente, ¿cuántos otros ancianos llegan en buenas condiciones a estas edades y pueden decir que tienen una mínima aceptable calidad de vida?
Mis ojos pueden contemplar a diario a personas y no a cifras, a seres humanos que constituyen la regla y no las excepciones.
Ancianos sin otro horizonte que la mirada puesta en la nostalgia del ayer o en el vacío del infinito, y conscientes, los que aún pueden serlo, de lo lento que las horas pasan y de lo mucho que el tiempo se alarga. Metas finales como objetivos.
Ancianos impedidos, desorientados, sostenidos por un sinfín de medicamentos e ingresos hospitalarios. Pasillos como aparcamientos.
Ancianos desmemoriados, rechazados, convertidos en niños desprotegidos y absolutamente dependientes. Residencias como hogares.
Ancianos que cuando sonríen lo hacen a la manera que Gabriela Mistral dice: hay sonrisas que no son de felicidad, sino una manera de llorar con bondad.
Por todo ello, durar no siempre es vivir.
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