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Por una autovía más humana

19 de Julio del 2011 - M.ª Carmen Rodríguez González (Gijón)

A raíz de una noticia que acabo de leer en prensa a cerca de la archimencionada Autovía del Cantábrico, me ha vuelto a la cabeza una idea de la que me gustaría haceros partícipes y que estoy segura que vais a entender con claridad, ya que las personas que comparten valores y sentimientos hacia algo concreto son quienes mejor pueden darnos soporte y comprendernos. Y es que aunque he visto que se hablaba de los trazados y su impacto medioambiental, económico y político en cientos de ocasiones, pocas veces he visto algún artículo en la prensa en relación a lo que supone la autovía a nivel humano.

Creo que la solidaridad y la empatía son valores fundamentales en la vida de las personas y que éstas no se demuestran sólo organizando y participando en acciones solidarias que calmen nuestras conciencias y nos ayudan a ocupar nuestro tiempo libre (que también está muy bien), auxiliando a los mal llamados países del Tercer Mundo (a los que robamos deliberadamente y luego mandamos limosnas), sino con pequeños detalles y hechos reales cotidianos para con la gente más cercana, nuestra familia, amigos y vecinos, con los que tantas cosas hemos compartido y que son testigos de primera fila nuestras vidas.

Voy a sincerarme diciendo que resulta muy doloroso pasar por las seguras casas del vecindario y la gente a la que aprecias observando cómo reivindican alegremente a gritos y con pancartas en sus balcones «Queremos autovía», a sabiendas (pues los trazados han sido publicados con anterioridad a los derribos) de que eso implicaba que todos los recuerdos de infancia, adolescencia y juventud, así como los trabajos y vidas de familias completas, se fueran al garete, con todo lo que ello supone tanto a nivel familiar, físico, psicológico como emocional. El dinero, aunque es muy importante (si no que se lo digan a quien no tiene qué darle de comer a sus hijos), no lo es ni lo compra todo, y el desarraigo (la individualización sólo genera soledad) es uno de los males mayores de la humanidad, y si no, tiempo al tiempo. A nadie no afectado directamente he visto reivindicar un cambio de trazado en favor de las personas. Eso sí, luego somos los primeros en salir a la calle difundiendo y opinando sobre las decisiones y vidas de los demás, pero ¿dónde estamos cuando nos necesitan?

Con esto no digo que no queramos autovía, que entiendo que es necesaria para el desarrollo de las comunicaciones, y nunca me opongo al bien común, pero hay que tener consideración, educación y respeto hacia el dolor ajeno y no restregárselo en la cara al que sufre, aunque viva en la Europa más industrializada.

Los afectados (y me cuento entre ellos/ellas) no debemos guardar ningún tipo de rencor porque entiendo que quizá el nivel de comprensión del sufrimiento ajeno no da para más, pero sí he podido constatar, una vez más, quién y cómo somos cada uno y qué podemos esperar de los otros. Como decía alguien muy cercano a mí, que no tenía mucha cultura pero sí mucha inteligencia «cada uno se jode cuando le toca», tristemente así es y esto es sólo un ejemplo de la falta de apoyo mutuo que podemos percibir cada día más en esta sociedad consumista que piensa que lo que nos hace felices es tener una buena carretera, un buen coche, unos zapatos, un determinado puesto o una estatua en la plaza del pueblo. Lo siento, pero no, lo que nos hace seres completos y felices son nuestros vínculos con los demás y, si no, pensemos un poco en cuáles fueron los momentos más felices e infelices de nuestras vidas y qué cosas eran las que contribuían a que esos momentos fuesen así. Desde la objetividad que sólo da el paso del tiempo y los acontecimientos vitales, analizaré a modo de prueba un día que suele ser recordado como feliz en la gente de mi generación y anteriores. Si lo pienso ahora, el día de mi primera comunión lo que me hizo verdaderamente feliz no fue ni mi traje, seguramente carísimo, ni el menú del restaurante, ni todos los regalos que me hicieron, que fueron muchos y que ni siquiera recuerdo, incluso ni recibir el cuerpo de Cristo, lo que hizo de ese un día verdaderamente feliz y que recuerdo siempre con cariño y añoranza (otra cosa es si haya mantenido la fe o no) fue sentirme importante para toda mi familia, que estaba unida celebrando ese día conmigo, sentirme unida a mis compañeros de altar, que disfrutaban de su día junto a mí, e integrada en una comunidad que me conocía desde la cuna. Lo demás era el pretexto.

Siento no haber podido callármelo, pero pienso que todo lo que callas se vuelve en tu contra en forma de frustración e ira contenida que, a veces, estalla en la cara de quien menos se lo merece.

¡Nos vemos el 5 de agosto en la fiesta de mi/nuestro pueblo!

Carmen Rodríguez González (El Peral)

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