La crisis "perfecta"
Posiblemente, la palabra crisis sea la que con mayor frecuencia hemos venido escuchando durante los últimos meses. Se ha antepuesto para definir la situación ante cuestiones financieras, económicas, laborales, inmobiliarias y cuantos elementos más se deseen añadir. Por supuesto, nada tengo que objetar sobre la cuestión sino fuera que para referirse a ella, a la crisis, hemos tenido que asistir a las más burdas excusas, las más pueriles justificaciones y las más peregrinas falacias y falsedades planteadas por todo aquel responsable político mundial a la hora de admitir u obviar lo que no queda más remedio que aceptar.
Dentro de unos pocos meses nos va a tocar conmemorar el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín y, con él, el derrumbamiento sin paliativos del sistema comunista que imperaba en los llamados países del Pacto de Varsovia, bajo la batuta de la extinta Unión Soviética. Ya era conocido de sobra, pero tras aquel acontecimiento tan trascendental se pudo conocer con detalle el magno fracaso que supuso un sistema político basado en unos planteamientos tan utópicos como inoperantes. En definitiva, resultó ser el hundimiento de un sistema sin más apelación.
Ahora, quién lo iba a decir, estamos asistiendo impávidos al mayor de los fracasos de otro sistema, el capitalista, por mucho que propios y extraños se empeñen en disfrazar la adusta realidad. Si no fuera por la gravedad y envergadura del problema, hasta nos podríamos carcajear al contemplar a los distintos líderes mundiales inventarse cualquier tipo de argucias con tal de resucitar al «muerto», pero en esta ocasión parece ser que el «muerto» goza de muy buena salud. Y es que el mayor de los problemas con el que nos enfrentamos, de los muchos latentes, es la resistencia obstinada a no admitir de una santa vez que el sistema capitalista ha muerto para siempre.
Afirmar que nada volverá a ser como antes del ocaso del sistema, no es algo que se me haya ocurrido de repente, y argumentaré con rigor las causas objetivas que nos han llevado a semejante desastre. Para empezar, ningún responsable político ha tenido todavía el valor de admitir que hemos estado adorando a un becerro de oro con aspecto de gigante, solo que ni el becerro era de oro ni el gigante sólido, sino que ambos tenían los pies de barro. Nadie responsable a nivel mundial ha sido lo suficientemente valiente como para admitir que todo se ha resumido a una gigantesca bola de papel, y eso a pesar de haber asistido a la debacle de, hasta hace muy poco, intocables instituciones de renombre mundial. Se ha comentado hasta la saciedad que la presente crisis nada tiene que ver con el 29 del siglo pasado, y es cierto. La de aquellos años fue sólo económica, y la actual, lejos de ser catastrofista, lo es financiera, inmobiliaria, laboral y ética, además de económica. En una palabra, la crisis perfecta, la de todo un sistema. Lo verdaderamente preocupante es que no tiene fácil arreglo desde el momento que sus principales artífices se obstinan en no asumir el estruendoso fracaso. Es exactamente igual que el enfermo que aquejado de un mal irreversible se niega a asumirlo, sin que por ello, naturalmente, pueda evitar morirse. En este caso, en el de la crisis perfecta, pasa exactamente lo mismo. Verdaderamente, ignoro los oscuros intereses de los dirigentes mundiales para negar tamaña evidencia, pero lo que no se puede ignorar es que absolutamente ninguna de las medidas que se han tomado haya servido para remediar nada. Se han inyectado vergonzosas cifras a instituciones financieras y se han destinado aberrantes partidas millonarias para contener el desmoronamiento total del sistema económico, pero la realidad, la tozuda realidad, demuestra que nada puede taponar la creciente hemorragia del devastador virus del fin del capitalismo tal y como estaba concebido.
La reflexión que plasmo a continuación tal vez no sea la solución eficaz, pero seguro que, cuando menos, es realista. El gran problema de fondo no ha sido otro que la concentración de la riqueza mundial en manos de unos pocos. En las últimas dos o tres décadas se han cometido las mayores atrocidades que el ser humano sea capaz de recordar, y repito que no son apocalípticas mis afirmaciones, sino basadas en la triste realidad. Difícilmente pueda ser viable ningún sistema capaz de consumir tres veces más de lo que produce el planeta Tierra. Es de todo punto inviable que algo menos de cincuenta mil ciudadanos de este mundo, asquerosamente ricos, por cierto, dispongan de más rentas que seis mil quinientos millones de seres humanos. Y es éticamente repugnante que se haya degradado este maravilloso planeta, desde el punto de vista medioambiental, diez millones de veces más en el último siglo, que en toda la historia del universo. Todo ello con la aureola del progreso, pero mirando hacia otro lado e ignorando que mientras media humanidad piensa en cómo remediar sus elevados niveles de colesterol, hay otra media que se muere de hambre y de sed. Y que conste que no trato de introducir ningún elemento de tipo litúrgico ni religioso, pues si algo ha entrado en crisis hace largo tiempo, han sido precisamente las distintas religiones conocidas, absolutamente incapaces de convertirse en instrumentos útiles para haber contribuido al necesario equilibrio que muchos esperábamos de ellas.
Ahora, en marzo de 2009, no tengo la menor duda que, por desgracia, todavía tengamos que contemplar mayores cuotas de destrucción a todos los niveles, pero igual para entonces ya sea demasiado tarde. A pesar de todo, quiero pensar que puede ser posible que los gobernantes acaben por entrar en razón. Claro está que para que eso suceda será imprescindible establecer un nuevo sistema que entierre para siempre los procedimientos empleados hasta el presente. Habrá que asumir que la globalización –maldita palabra–, ha dado unos resultados nefastos. Será preciso admitir que el liberalismo económico ha sido equivalente al efecto que hace la gasolina sobre un fuego, y que por tanto vuelvan a ser los estados quienes tomen la iniciativa. Y sobre todo, será de todo punto imprescindible retomar la senda de la realidad del valor de las cosas, al margen de los especuladores de Wall Street o de cualquier otro reducto de similar catadura moral. Habrá que volver a redefinir conceptos tan elementales como la economía real. Será imprescindible desterrar cualquier pragmatismo surrealista que contenga elementos tan nocivos como la especulación, los dividendos, las plusvalías o los ratios ponderados de beneficios. Y por el contrario, tendremos que apresurarnos a estudiar nuevas asignaturas en las que no quepan más interpretaciones que la justicia social, la solidaridad y el sentido común. Posiblemente no obtendremos la comprensión de las generaciones venideras, pero al menos lo habremos intentado.
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