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A un viejo lobo de mar...

24 de Julio del 2011 - Heradio González Cano

Recordando a un universal escritor, tras las fiestas recién pasadas de Pamplona, deseamos volver a repetir lo que de él, en esta misma Vetusta, en 1966, escribimos: «Ernest Hemingway ha muerto de modo dramático», fue la noticia escueta que los voceros del mundo dieron a sus habitantes, no hace muchos años (habían pasado cinco del fallecimiento). No obstante, para quienes estaban conectados con su vida desde sus interesantes narraciones y novelas que lo hicieran tan famoso, hasta llevarlo a la catedral del Premio Nobel, no les les fue nada extraño que el inadaptado eterno, para quien la vida sólo empieza a orillas del peligro, muriese con sus propias botas puestas. Sabido es que él exprimió hasta el máximo el propio juego de su existencia. El suicida lo había apurado todo, como se apura de un solo trago de copa auroral de un vino amanecido... A un hombre que tenía por afición predilecta tanto las guerras como la caza mayor, como la lidia salvaje de los toros y que genialmente en sus obras nos transcribe, como reales e íntimas vivencias, como si fuera él mismo un torero, no se podría sorprender al vaticinarnos en una de sus últimas creaciones su propia muerte.

Subtítulo: En homenaje al infatigable Ernest Hemingway

Destacado: Su estilo descarnado, agrio, crudo, pero sublime hasta el máximo de retórica, es algo esencial demostrativo de la época que le cupo vivir su prosa repulida

Decíamos, en ese entonces, que su espíritu andarín estaría de manigua en manigua, entre vietnamitas arrozales, escribiendo, no obstante, reportajes dantescos con tinteros de sangre y «papeles» de piel de tantísimos muertos... Pudiendo, tal vez, al fin y al cabo, un ser humano, horrorizarse... y reflexionando, quizá, sobre la ética y la metafísica de la guerra gassetiana; los «derechos adquiridos», defendidos por Max Scheler... O bien, ante un charco de lodo, hematíes y carnes, repetir susurrando, o más bien oyendo de Ho Chi Minh estos versos: «De pronto una flauta toca un aire nostálgico. / El aire se entristece, los sonidos / se vuelven puros sollozos. / Mil leguas separan un dolor lacerante... /».

Infatigable viajero, digno de tener, como el conde de Keyserling, el título de «ciudadano del mundo», aunque en diferente aspecto, ya que era una de las figuras más relevantes del siglo XX, tal su literatura... Su estilo descarnado, agrio, crudo, pero sublime hasta el máximo de retórica, es algo esencial demostrativo de la época que le cupo vivir su prosa repulida, en apariencia fácil, no es más que el ubérrimo agotamiento de un esfuerzo laborioso, titánico, por hallar de exactitud lacónica y evitar los recargos ante una frase sencilla. He ahí el gran secreto de todo buen novelista.

Todavía no se han evaporado del terruño ibérico sus lágrimas más sinceramente derramadas en el entierro de su más admirado escritor hispano, Baroja, a quien consideraba como a uno de sus principales maestros (tal nos lo recordaba Santiago Amón, apurando noctámbulos claretes en la inolvidable Palencia)... Aún la tierra de España que tanto quiso, como de su folclore sempiterno amador, lo espera, aguardando en sus ruedos con primer asiento, entre capas toreras, redoblar de tambores y clarines de muerte, en el San Fermín de Pamplona, o «sanfermines», inmortalizado en «Fiesta», en esa recia Navarra que por esos días pandereta, torea, se emborracha, trasnocha y canta. Sí, está a la espera del viejo lobo del mar. Ernesto o Santiago, que ha madrugado una vez más y se ha ido a pescar al mar aguas adentro... ¡para siempre!

El novelista combatiente de la «generación perdida», como así la bautizara Gertrude Stein, su influencia maestra, por quedarse envarada en el París del champán, del vino, whisky, los deleites, ahogando el imborrable horror de las trincheras; de donde saliera aparentemente indemne, pues llevaba en su pecho su particular, inolvidable, peloponeso... Saliendo de esa peculiar posguerra como un Aquiles «joven», protegido, como si fuera el mismo «redimido» Verlain hipnopédico... Hemingway, trotamundos, guerrillero, que había visto tantas formas de morir tanto en la Italia de Dante como en la Esmirna de Homero, o en la Guerra Civil española –lid desigual entre hermanos, donde cayeron Lorca y Hernández–, nos da, pues, su narración sucinta, completamente desnuda, como si fuera una Venus, pero llena de vital violencia. Nos legó sus obras, sus pedazos enteros de vida; superándose ante el «imaginista» Ezra Pound –El Darío de la lengua inglesa– pudiendo, incluso, haber eclipsado al autor de «Le rouge et le noir», Henri Beyle, Stendhal... Gran hombre, excepcional novelista a quien ni la muerte misma domeñar pudo; recordemos que suya es esa frase comprendida en «El viejo y el mar»: «Un hombre puede ser destruido, pero no vencido», tomada, no dudemos, de nuestro «Popol Vuh» maya.

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