El disparate arqueológico en el claustro de San Vicente
Leí la crónica de Ignacio Ruiz de la Peña sobre la reforma del Museo Arqueológico de Oviedo escrita «con profunda indignación», ¡tanta! que me provocó la necesidad de comprobar in situ la fuerza de sus calificativos: «desatinos gravísimos» y «auténtica aberración». Y, visitando la bella exposición «Vía de la Plata» inaugurada en el mismo museo, hay un momento en que entras en el austero claustro de San Vicente, donde te dejas invadir por una sensación de paz y lejanía del mundanal ruido. Entonces, dije a mi acompañante, aquí se echa de menos la presencia de monjes benedictinos ofreciéndonos las mieles del «ora et labora».
La desamortización del año 1835 se apoderó de los bienes legítimos de la Iglesia mediante el inmenso latrocinio legalizado por un Gobierno enemigo. ¿Cómo? Primero les exigen a los monjes hacer un inventario exhaustivo de cuanto guardaban en el monasterio y de su distribución en celdas y rincones; acto seguido, exigían la entrega de las llaves de su secular mansión, y el mismo ladrón remata la faena poniéndolos de patitas en la calle.
Si hubiera vivido Feijoo hubiera puesto el grito en el cielo, porque tanto «San Benitiño», junto a Pontevedra, donde hizo sus primeros estudios, como San Vicente de Oviedo, donde se hizo universal, se quedaban sin monjes, expulsados de la viña del Señor. ¿Qué diría ahora que ha llegado otra desamortización más radical, la del espíritu claustral con el disparate de una reforma que se ha llevado por delante hasta su propia celda?
El claustro ha dejado de ser remanso de paz para disfrutar del sol de la gracia que viene de lo Alto, que solían adornar con fuente que recuerda el agua que salta hasta la vida eterna, y el ciprés que apunte al cielo. Ya no se ve el cielo desde el claustro ni puede ser oasis de paz monacal, porque te lo impiden legión de mirones instalados tras los visillos de una torre de Babel, enjambre de pisos modernos, como una amenaza que se te echa encima en patio vecinal de advenedizos.
Si las torres de Calatrava no encontraron sitio en la zona de «El Vasco», porque obstruían la armonía de Vetusta, no me cabe en la cabeza el criterio de unanimidad habido, según afirman, en toda las instancias, a la hora de discutir tal proyecto incorporado en el recinto más venerable de Oviedo con una edificación tan excesivamente alta y de color tan dispar que achica la Catedral y desacraliza radicalmente el espíritu del claustro.
No en vano sufrimos tiempos de secularización alarmante, donde la referencia a la trascendencia carece de sentido y la alusión a Dios estorba demasiado.
Que me perdonen los que le sacan gasto al disparate cometido en el Museo Arqueológico, a 11 metros de la Cámara Santa y 2,6 de la girola de la Catedral. No comprendo que a una ciudad tan señorial y tan hermosa, gracias en buena parte al bastón de su regidor, don Gabino de Lorenzo, le encaramen un sombrero de una rapacina veinteañera, como no soportaría que a una sinfonía de Beethoven le incrustasen unos pentagramas de música moderna rabiosa. ¿Por qué se consiente en la «Sancta Ovetensis» lo que jamás se hubiera consentido en la «Pulchra leonina»?
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