Jesús Perez, un hombre bueno y cabal
Otro hombre grande, machadianamente bueno y cabal como pocos, se nos ha ido, sin hacer ruido, como solía, mientras sus amigos seguíamos afanados en nuestro diario trajín, sin querer aceptar que podía dejarnos algún día de verdad. Jesús Pérez, asturiano nacido en el Miño de Tineo, en el seno de una larga familia, con otros diez hermanos de los que cuatro, como él, serían sacerdotes o frailes, más una dominica de clausura (todos ellos de bondad ilimitada, como Juan Manuel, dominico aún hoy luchando por y junto a los pobres en Latinoamérica o sus queridos Ángel y Emilio) y afincado en Madrid desde ya largos años, era hombre de fe en Dios y en la Humanidad, en quienes siempre confió, aunque algunos de los que presumen con su representación quisieron ponerla a prueba no pocas veces. La memoria histórica de la lucha antifranquista en Asturias y del compromiso con los derechos de los trabajadores y las condiciones sociales de sus familias, especialmente en los tiempos más duros de la represión política y sindical, reseñará con fidelidad la palabra pública y el coraje de aquel cura minero que como sacerdote en El Entrego, en la cuenca minera del Nalón, escribiera, durante la huelgas de los primeros años sesenta del pasado siglo, algunas de las páginas más nobles de aquella Iglesia que mereció como nunca la confianza de su mejor testimonio evangélico. Su inquebrantable valentía en defensa de los trabajadores lo condujo al castigo del destierro, en condiciones de pobreza ejemplar, que asumió con asombrosa humildad, lejos de cualquier orgullo de víctima, que detestaría siempre, como aún pueden atestiguar los vecinos de Vegadeo y su hermano y entrañable amigo de muchos de nosotros, el cura Emilio por entonces de Verducedo, que también sufriera la represión del momento. Pero su personalidad intelectual y su prestigio moral lo llevaron a la responsabilidad de vicario episcopal por dos veces en la diócesis asturiana y luego a profundizar sus estudios en Roma, codo a codo con el padre Díez Alegría entre otros, prosiguiendo su investigación y de nuevo el compromiso con sus hermanos trabajadores en el París de 1968, embebiéndose de aquella efervescencia intelectual, pero muy especialmente del espíritu del concilio Vaticano II, con las enseñanzas de sus maestros queridos, Henry de Lubac, Yves Congar, Roger Garaudy, el propio Ricoeur y otros tantos teólogos protagonistas del mismo o filósofos de aquella época especial, que acompañaron para siempre su vida. Fueron años también de lucha política en el ambiente republicano antifranquista, cerca del propio presidente Maldonado, también de su Tineo, su secretario el luarqués Macrino Suárez, su mejor confidente, gozando de la confianza del propio Salvador de Madariaga y de tantos otros personajes ilustres que tuvo por compañeros a las orillas del Sena. A su vuelta más responsabilidades llenas de entrega social, como consiliario de la JEC en Asturias y para toda España hasta llegar a ocupar la secretaría personal de monseñor Elías Yanes, cuando éste ocupaba la Secretaría de la Conferencia Episcopal con quien fuera su presidente, el cardenal Tarancón, el hombre público de la Iglesia por Jesús más admirado. Fueron también los años en los que cuajaría la unión con su compañera Montse, mujer igualmente comprometida y perseguida, mujer siempre fuerte y ejemplar, como las que canta la Biblia, llegada de su querida Cataluña a nuestra tierrina y profesora ejemplar en el Instituto de Sama de Langreo, donde varias generaciones de los entonces jóvenes la siguen recordando con merecido y singular cariño, como lo hacen igualmente los que ya en Majadahonda siguieron gozando de su magisterio y entrega a los más necesitados hasta hoy. Su matrimonio con ella le apartó del ministerio activo y los llevó a ambos al Madrid de la transición y la democracia sin abandonar nunca su testimonio y dedicación ejemplar a los que más lo precisan en nuestra sociedad. La amistad fraternal que desde entonces me regalaron da fe ahora, junto a su permanente cariño, de su inquietud ante el progresivo alejamiento de la Iglesia española del espíritu que en ella latía cuando eran sus mejores guías el recordado cardenal Tarancón, o nuestro querido arzobispo Gabino; da testimonio también de sus desvelos en las empresas en que laboró por la permanencia de los puestos de trabajo hasta arriesgar el propio en las diversas crisis de estos decenios; y recuerda ahora con lágrimas emocionadas el hogar de tantos encuentros con intelectuales, sacerdotes, profesores y obreros discutiendo cómo acelerar el bien común a todos, que así era la casa de Jesús y Montse. Las palabras del antiguo cura minero, antes y durante las penosas dolencias que en los últimos doce años llevó con admirable entereza, resonaban ante todos nosotros con la pureza y sinceridad de una profunda sabiduría que provenía de una autoridad intelectual y moral, que no exculpaban de responsabilidad a ninguna autoridad, civil o religiosa, pero nunca herían a persona alguna. Con Jesús se va el amigo que nos inunda de soledad irreparable, pero nos deja un patrimonio moral que, para quienes lo gozamos, será un tesoro imborrable, y para la memoria colectiva de Asturias y España un testimonio imprescindible. Que su buen Dios le otorgue la paz y felicidad que tanto buscó para todos.
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