Verano de 2001, algo en que aliviarse
Horrible. No hay nada que se parezca a este verano que soportamos en la costa norteña. Tiempo gris, mezclado de una intensa niebla envolvente, lluvioso, transido de un aire otoñal, que molesta los cuerpos sedientos de sol hasta obligarlos a cubrirse con lo que se encuentra a mano. Playas de aguas que hieren la piel, que espantan al que busca recostarse sobre ellas, que expulsan de las riberas a los bañistas profesionales hasta un nuevo día que resulte apetecible. Así, un día y otro. Transcurre anodino el solsticio. Sólo encuentro refugio en mi escritorio del antiguo desván, donde rezo, leo, escribo, medito, entre pensativo y melancólico. Se oye el ruido de la chiquillería, el tierno llanto de los bebés, alguno que otro grito de la mamá o abuela que chilla. Son mis nietos recién estrenados en el duro caminar de la vida, anhelando el beso, la caricia, el susurro cálido y suave de unos labios que estampan un beso leve e infinito de amor en sus mejillas. Es lo que más reconforta, consuela, al viejo abuelo que pone toda su esperanza y amor en ese Dios hecho tan pequeño, indefenso, tierno, alivio de cada día, ¡cuánto nos embelesan estos pequeñitos de cuerpo, pero bellos de espíritu! «Dejad que los niños se acerquen a mí», «Si no os hacéis como ellos, no entraréis en el reino de los cielos». Son el fiel reflejo de la ternura, de la suavidad, de la dulzura, que los mayores siempre añoramos y buscamos en nuestra niñez permanente, en los repliegues más profundos de nuestra existencia. Esto es, en nuestros propios hijos o nietos, que es igual.
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