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¿Cárcel para los políticos?

15 de Agosto del 2011 - J. Jesús J. Suárez González (Gijón)

En algunas de las manifestaciones de los Indignados y de movimientos similares que se están produciendo en los países desarrollados se pueden escuchar gritos y ver carteles que piden cárcel para los políticos. ¿Está fundamentado? ¿sería justo?

A raíz de las convulsiones financieras que provocó el estallido de la burbuja inmobiliaria, merced a las «hipotecas basura» que muchos ciudadanos ya no podían pagar ante la pérdida de poder adquisitivo, la gente asistió anonadada al espectáculo de ver cómo los estados ponían ingentes cantidades de dinero público en manos de las entidades financieras privadas que, por su mala gestión, estaban al borde de la quiebra. La justificación era, según nos decían, que de no actuar en esa línea todo el sistema financiero se vendría abajo y el mundo entraría en una espiral infernal hacia la crisis total y el caos. Los ciudadanos tragaron con la fechoría y dejaron que los políticos les metieran la mano en el bolsillo y repartieran su dinero injustamente; lo mismo lo hicieron los conservadores de derecha que los socialdemócratas de seudoizquierda. Hubo una excepción, la de Islandia, donde sus poco más de 330.000 habitantes dijeron que nones. Con el apoyo de su presidente, nacionalizaron la banca y dieron a elegir a los políticos incompetentes y a los banqueros, que habían jugado con su futuro, entre el exilio y la cárcel; de paso también se negaron a asumir la deuda. Fue una sabia decisión que tendría la prueba del nueve muy poco tiempo después, porque la iniciativa gubernamental de salvar el culo a los bancos puso la mayoría de las arcas nacionales al borde de la quiebra, con la consecuencia de que los tipos de interés que los mercados exigían por comprar deuda pública se dispararon. Los políticos y los banqueros que habían llevado al mundo hasta esta situación no sólo no purgaron sus culpas sino que empezaron a tomar y a patrocinar toda una serie de medidas antisociales que hacían recaer sobre las espaldas de los ciudadanos inocentes sacrificios que, sin la coartada del miedo a la crisis, habrían provocado la revolución. En esa vorágine todavía estamos inmersos, pero el desenlace aún es un enigma.

La mayoría de los gobiernos que usufructuaban el poder cuando estalló la crisis y que se dedicaron a desmontar una buena parte del Estado del bienestar, que tanto trabajo costó construir, cayeron en cuanto se convocaron elecciones. No es que los que tomaban el relevo fueran mejores gestores ni tuvieran las ideas más claras, porque no se salió del bipartidismo y de un reparto histórico del poder político que va a entrar en quiebra, pero al menos la gente se desahogó.

Aunque lo que está pasando requiere una reacción política muy contundente, donde las acciones de los «indignados» pueden quedar como las de las hermanitas de la Caridad, las acciones judiciales tienen que fundamentarse en derecho y en la ley.

Pero ya no sólo estamos hablando de una gestión nefasta de los políticos que van a pagar varias generaciones: empezamos a ver aflorar acciones claramente delictivas. Miles de facturas impagadas guardadas en los cajones durante meses, cuando la ley establece un plazo máximo para pagar a los proveedores de sesenta días, cientos de partidas sin contabilizar, maniobras de encubrimiento del gasto de todo tipo, etcétera, mientras durante años han estado despilfarrando nuestro dinero. Ahí sí puede actuar la justicia, y debe hacerlo ya, antes de que los ciudadanos se la tomen por su mano.

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