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Silicosoa, quinta planta (Testimonio de gratitud)

18 de Marzo del 2009 - Santiago Redondo Tuñón (Gijón)

Mi esposa y yo ignorábamos que era la última vez que realizábamos aquel recorrido aunque se adivinaba en nuestro mutismo y en las sonrisas nerviosas que nos dedicábamos cuando se cruzaban nuestras miradas: estábamos sobre aviso...

El gigantesco ascensor se detuvo, al fin, con un golpe seco y las puertas metálicas se deslizaron con un sonido mecánico y antiguo.

Al enfilar el pasillo nos invadieron las sensaciones tan familiares ya: la actividad del personal; el sonido aislado y cotidiano de una tele; un móvil con sonido de gaita; gente quejándose o tosiendo y el olor, ese olor peculiar de los hospitales: fármacos y enfermedad. Estábamos en la 5ª planta de Silicosis de Oviedo. Una vez más, otra vez, otra vez y otra, otra más...

Nos encerramos en la habitación 520, mi esposa y yo habíamos decidido no volver a salir de allí hasta que lo hiciese Olga, su madre, sabíamos que era cuestión de 3 ó 4 bocadillos y un par de "cocacolas"...

Blanky, mi esposa, con un valor y un aplomo que le desconocía fue recogiendo las cositas que su mamá tenía por la habitación, y las tarjetas de la tele. ¿Llegan vds. a imaginarse, ni por un solo instante, la entereza que se necesita para recoger los enseres de tu madre agonizante? ¿puede alguien descifrar, contar o dilucidadar cuánto amor es necesario para doblar la ropa con la que más tarde amortajarás tú misma a tu propia madre?, puedo asegurarles que fue el acto más valeroso y triste que pude ver en mi vida ¡cuánto amor, cuánto dolor!

Al final Olga, su madre, tras dos meses postrada en cama no pudo, no lo logró, no lo consiguió. Su corazón bondadoso y comprensivo, su corazón rebosante de amor por sus hijos y su marido, su corazón amigo de su madre aún viva, su corazón entregado a sus nietos: ese corazón regalado a todos nosotros no pudo con las drogas y antibióticos con que intentaron salvar su preciada vida...

Los muertos están muertos, que descansen en paz, y los vivos seguimos aquí y hoy nos toca agradecer, debemos agradecer, tenemos que agradecer: ¡Queremos agradecer! y así lo haremos.

Ojalá pudiera recordar nombres y cargos, fechas y frases, dichos y hechos de todas las personas de la 5ª de Silicosis, profesionales a los que hemos de confiar nuestra vida. Detrás de ellos, después de dos meses, afloran sensaciones y sentimientos. Son personas que dejan de tener cargos y empiezan a tener nombres propios, personas de tal calidad humana que los hacen superiores, diferentes al resto de los mortales. Seres que, solo con tratarlos, enriquecen tu existencia, gente que con una sonrisa en los labios se codea a diario con la muerte, de tú a tú, personas que se frustran y lloran cuando la Dama del Alba gana la batalla...

La doctora Álvarez es una de ellas. Luchó con denuedo en una guerra desigual, a muerte contra la muerte y como ella decía:"no voy a tirar la toalla"

Avanzaba por el pasillo con la firmeza que dan los años de oficio. Al verla se nos alteraban los pulsos: traía noticias de Olga. Con su pelo cortado a lo paje y sus manos a la espalda o sujetando una carpeta de aluminio de un tamaño imposible nos informaba con su sempiterna sonrisa y mirándonos con ojos inquisitivos e inteligentes. Con su voz suave y bien modulada nos decía que al pan, pan y al vino, vino, que esto es lo que hay mientras yo miraba absorto el bolsillo superior de su bata repleto de bolígrafos multicolores.

A veces, de entre sus dedos, como un prestidigitador, surgía una pinza de plástico azul que enganchaba en un dedo de Olga y unas luces inclementes lanzaban su mensaje de vida o muerte...

Incluso en sus horas libres llamaba para interesarse por Olga e impartía instrucciones, órdenes que su equipo, su magnífico equipo de titanes, cumplía a rajatabla. La doctora Álvarez no nos conocía de nada y nosotros somos ciudadanos normales y corrientes, de a pie que suele decirse. A buen seguro que esta actitud la tiene con todos sus pacientes, pero a nosotros, a esta familia, solo nos importa que no sabemos, no podemos, que entre todos no somos capaces de juntar la gratitud necesaria para compensar los desvelos de esta mujer, de esta señora.

¿Quién puede olvidarse de la supervisora de planta? Gracias a ella nuestra estancia alrederor de la cama 520-B fue mucho más llevadera. Llegó con sus atenciones mucho más allá de lo que exige lo estrictamente profesional: lo mismo te salvaba la vida que te ofrecía un café con galletas por la mañana.

No olvidaremos nunca los largos turnos de noche y el celo con que las auxiliares movían y trataban a Olga a pesar de su durísimo y desagradable trabajo: "Olguina, tas bien así fía?". Recuerdo a Magdalena, una chica con sonrisa triste y mirada lánguida que siempre te regalaba con una parrafada mientra sujetaba un hatillo de dodotis enormes.

¿Qué me dicen de las enfermeras? Recuerdo una señora extremadamente delgada con el pelo negro y lacio que sujetaba en su nuca indolentemente con cualquier cosa. De su cuello colgaban unas gafas "de cerca" sujetas con un cordón negro. Tenía su guerra particular con las bolitas de aire que se formaban en las tuberías al cambiar los "goteros"

Las enfermeras entraban por la mañana saludando alegremente a todo el mundo con voz cantarina, quitándole importancia a la agonía, riéndose de la muerte, haciéndonos sentir a todos más optimistas, "Olguina, fía, ya non sé qué voy facete, né, voy ponete un primperán a ver..."

Ojalá, digo, recordara todos sus nombres, incluso los de las señoras de la limpieza que desempeñaban un trabajo tan importante como el de la doctora Álvarez manteniendo el baño de la habitación limpio y con papel higiénico: lo habíamos tomado a la tremenda, era nuestro cuartel general.

Pero hay alguien de la 5ª de Solicosis que brilla con luz propia. Alguien que con su bondad y su cariño nos tocó lo más hondo del corazón. Desde el principio aquella enfermera nos trató de un modo especial, no es médica pero creo que siempre supo que Olga no saldría de allí y fue preparándonos, queriéndonos, dándonos su corazón y puedo asegurarles que cuando Olga falleció ella fue determinante, por lo que hizo y cómo se portó.

Se llama Begoña, es una enfermera bajita y pizpirreta, de mirada nerviosa y sonrisa fácil. Cuando cambiaba el turno y entraba ella lo primero que hacía era venir a ver a Olga y a los que estuviesen con ella. Asomaba por la puerta su cabeza de pelo cortísimo y colores mareantes y todo el cuarto se iluminaba, "hola Bego" ya nos llamábamos por el nombre, conocía a todos los que solíamos quedarnos de noche con Olga.

Siempre, y digo siempre siempre, estuvo a nuestro lado, nos dio calor, comprensión, cariño, apoyo en los momentos duros, que fueron muchos y risas en los buenos, que también los hubo, pero lo que más agradecemos es su mano desnuda, sin guante profiláctico, en la frente sudorosa de nuestra Olga. Ella no quería estar cuando ella falleciese y así fue, pensamos que ya no la veríamos más, que no nos despediríamos...

Tanatorio de Avilés, sala nº 4, faltaba una hora para salir hacia la iglesia donde se oficiaría el funeral, yo estaba en la recepción del tanatorio con algún papeleo y de repente la vi, vestía jovialmente, como correspondía a los colores de su pelo: aretas en las orejas y jersey naranja. Begoña vino, yo no me lo podía creer. La llevé a la sala nº 4 y Blanky, mi esposa y Paulino, su hermano, lloraron amargamente, sin consuelo, huérfanos y solos al verla, como si ella pudiera devolverle la vida a su pobre madre.

Bego se abrazaba a Bea, mi cuñada, que lloraba a Olga como a su propia madre...

Hemos perdido una madre, hemos ganado una amiga, gracias Bego. Blanky y Bea quieren llevarte flores y bombones al hospital, es lo menos que podemos hacer, porque para corresponderte, para agradecerte, tendríamos que llevarte botellas con la sangre de nuestras venas. Gracias, gracias, gracias...

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