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La pregunta del millón

24 de Agosto del 2011 - Marino Iglesias Pidal (Gijón)

Desde hace unos, en números redondos, cuatro mil años, por lo menos, pienso yo, o sea, desde que al hombre se le vino a la cabeza la idea de un solo Dios «todo bondadoso» y todopoderoso, ahí está la pregunta cuyo planteamiento, por descabellado y contradictorio, es imposible contestar: ¿cómo Dios puede ser «todo bondadoso» y consentir las mayores atrocidades imaginables y también las inimaginables, siendo a un tiempo todopoderoso? Me reitero: a mí me parece imposible una respuesta coherente para esa pregunta. De ahí que los empeñados en mantener vigente, por rentable para unos y conveniente para todos los creyentes, esta metafísica cuadratura del círculo, al final, generalmente, sigan rematando la cuestión con el mismo finiquito: no está al alcance de la mente humana comprender la divina e infinita sabiduría de Dios. Y con eso ya te cagaron.

Pues bueno, a pesar de todo, dependiendo de los personajes y las circunstancias, la pregunta reaparece públicamente de vez en cuando, y en esta ocasión los protagonistas son insuperables: un muchachito con cáncer, en una silla de ruedas: «Santo Padre, ¿por qué Dios, si es bueno y omnipotente, permite enfermedades como la mía en personas inocentes?», y el Papa: «Lo primero que voy a hacer en cuanto llegue al Vaticano es contestarte».

Hala. Pareciera que el señor Ratzinger quisiera, en esta ocasión, echarle pichón a la cuestión y no limitarse a contestar en la misma forma que lo hizo con motivo de su visita a Auschwitz, para responder semejante pregunta las palabras no sirven. Para eso digo yo que no necesitaría esperar a llegar al Vaticano. Igual consigue cuadrar el círculo.

Cosas veredes, querido Sancho.

Aunque a lo mejor no se le ocurre más que repetir lo que ya se le ocurrió a su antecesor.

La respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento «ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo» (ib.). El sufrimiento, consecuencia del pecado original.

¡El pecado original! He ahí el sólido asiento que soporta la postura de Dios ante el sufrimiento y que, digo yo, habrá eliminado cualquier duda de la mente de los católicos que hayan leído esta respuesta de Juan Pablo II.

Debemos asumir que nacemos empecatados por el desacato de nuestros primeros padres a la orden del Creador de no comer el fruto prohibido y tenemos que pagar por ello.

Pues si el Papa lo dijo. Pero yo acepto con muchas menos reservas la síntesis de Feuerbach: Dios es el eco de nuestro grito de dolor. De manera que por mucho que creas y confíes en Él, si no haces algo más que gritar pidiendo, sólo el eco de tus gritos irás recibiendo.

Lo que es este humilde y maltrecho ser humano ya hace muchos años que dejó de hacerse preguntas cuya respuesta es evidentemente imposible. Sin embargo, y en este contexto del catolicismo, sí me hago, con excesiva frecuencia, preguntas cuyas respuestas están al alcance de este nuestro vulgar cerebro: ¿cómo puede un/a juez/a dormir y deslizarse de la cama persignándose antes de ir a su despacho a firmar la libertad o las vacaciones en el mundo libre porque, y según, no existe riesgo de fuga del angelito, de un asesino convicto, y muchas veces confeso, que únicamente ha cumplido unos pocos de los cientos o miles de años a los que ha sido condenado? ¿Cómo puede un fervoroso creyente vallisoletano rematar una Semana Santa de profunda comunión con Dios y coger a continuación su caballo y su vara de picar para vivir el gozo de lancear con sañudo e indescriptible sadismo al Toro de la Vega? ¿Cómo puede un/a beato/a ir a misa por la mañana y por la tarde a regocijarse presenciando una corrida de toros? Etcétera.

Interminable es el número de preguntas de este tipo que me hago. Preguntas que tienen respuesta. De ahí que no salga de una náusea para entrar en otra.

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