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Un zarpazo del destino

29 de Agosto del 2011 - Francisco Javier López Castaño (Langreo)

Se levantó a las cinco de la mañana para ir a trabajar, un nuevo día le estaba esperando. Solía hacerlo con bastante antelación, no le gustaba andar con el tiempo justo, se aseó y desayunó tranquilamente, todo ello pensando en que por fin era viernes y un fin de semana intenso le aguardaba. Lo tenía todo preparado para nada más salir del trabajo marchar a pasar unos días con su familia a un pueblo allende el Puerto Pajares, en busca de sol y calor. Este verano de Asturias le tenía un poco aturdido y desconcertado. Además era la única solución, meditaba en silencio, para que su única hija, a las puertas de la adolescencia, pudiera disfrutar de esos baños en la piscina que tanto le gustaba junto a la pandilla de amigas que todos los veranos se juntaban en el pueblo, aunque este año ya se había integrado algún chico, detalle que le tenía más abstraído de lo normal, pero luego en frío, pensaba, que era el ciclo natural de la vida y confiaba plenamente en la niña de sus ojos.

Aparcó su coche a la sombra de un pequeño árbol, así evitaría, pensó, ese vaporazo incandescente que se acumula en los coches en verano. Cuándo llegó a los vestuarios bromeó con los compañeros, les dijo a los del Barcelona que hoy perderían la final, se notaba en el ambiente la jocosidad propia de los viernes, último día laboral de la semana.

Ya vestido con el mono de faena y camino de la jaula, entre risas y bromas, se despidió, como de costumbre, de sus compañeros deseándoles un buen fin de semana. Antes de entrar en la jaula, miró al cielo por última vez para ver qué tiempo le recibiría al salir, esperando que el sol, ausente todo el verano, saliera de una vez por todas. Estaba amaneciendo cuando penetró en las entrañas de la tierra para iniciar su dura faena diaria. Sería la última vez que vería una alborada, la última vez que vería el cielo, la última vez que respiraría el aire puro de la calle. Una vagoneta maldita se cruzó en su vida y se lo llevó para siempre. Tenía 44 años y todo por vivir. Sólo le quedaban 2 meses de tajo a la espera de la ansiada prejubilación y la mina, otro más, le segó la vida para siempre.

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