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Quien fue a Sevilla perdió su silla

8 de Septiembre del 2011 - Eva Ramos Loredo (Gijón)

Sed generosos con vuestros semejantes. Compartir es amar. Trata al prójimo como te gustaría que te tratasen a ti mismo. Estas y otras frases célebres por el estilo son absolutamente desconocidas por la mayor parte de la sociedad. Para demostrarlo no hay más que ir un día al Concurso Internacional de Saltos de Gijón y tratar de sentarse en la zona pública.

En esas estaba yo, después de dos series de saltos vistas de pie, cuando me di cuenta de que era una misión imposible y que además la gente se jactaba de ello. Las localidades no ocupadas por personas no estaban vacías sino que las chaquetas, programas del concurso e incluso botellas de agua del público asistente se encargaban de guardar el sitio a sus propietarios mientras estos bajaban a apostar, daban una vuelta o se compraban un helado. Esas chaquetas eran los ángeles custodios de unos asientos que, a pesar de la extendida creencia popular, no pertenecen a nadie, porque ninguno de los allí presentes pagó por ellos y, por tanto, todos tiene el mismo derecho a usarlos. Cualquier niño lo podría explicar perfectamente: Quien fue a Sevilla perdió su silla.

Lo que más me impresionó y no precisamente para bien, fue una familia que dejó un pañuelo extendido a lo ancho para guardar nada menos que 5 sitios. Igual llegaron diez minutos antes que el resto de la zona y se adueñaron de ellos sin ninguna contemplación. Por si esa familia tuviese poco descaro, una señora sentada cerca los animaba diciéndoles: muy bien, poned el pañuelo no vaya a ser que vengan «algunos» y os quiten el sitio. ¿Desde cuándo se puede quitar algo que no es de tu pertenencia? Ya que yo vivo muy próxima al Parchís, si dejo mi chaqueta allí todos los días en un banco, ¿ese banco pasaría a ser automáticamente mío y «algunos» intentarían quitármelo?

Pero eso no fue lo más descarado que tuve el placer de presenciar. Después de un tiempo de búsqueda infructuosa, encontré dos localidades libres y milagrosamente sin chaquetas ni ningún artefacto de la guarda y, por supuesto, me dirigí hacia allí y me senté. Pasados tres minutos, una mujer a mi lado se gira y me dice: esos sitios están ocupados. Yo pensé: sí, efectivamente lo están, por mí misma. Y continuó diciéndome: tienes que irte. Mi respuesta como cabe de esperar fue: ¿Por qué tengo que irme? Estos asientos estaban libres cuando me senté. Su respuesta fue un sermón en toda regla: ¿cómo se te ocurre sentarte sin preguntar antes si había alguien allí sentado previamente? Pues se me ocurre porque obviamente allí sentado habría alguien antes de que yo llegara, pero puesto a que mi derecho a sentarme no es inferior al de nadie, en la zona pública, me siento si me apetece y no tengo que pedirle permiso a nadie. Visto lo visto, en pocos días vas a tener que pedir permiso para andar por las aceras de tu ciudad si ya hay alguien allí caminando. Me imagino perfectamente la escena: Perdona señor, ¿puedo ir por la calle San Bernardo?, por supuesto que no, ¿no ves que estamos mi chaqueta y yo?

Si vuelvo al hípico, que lo haré, tengo pensado muchos planes malévolos que por supuesto no llevaré a cabo pero que serían la encarnación de la justicia. A saber: llegar a la hora de comer con todas las mochilas que encuentre y quedarme con todos los emplazamientos que me apetezcan y luego marcharme, ponerme a quitar las chaquetas custodias y tirarlas al suelo o simplemente, en vez de sentarme, echarme a lo largo en los sitios, puesto que si llego pronto el uso y disfrute de esos asientos es mío por derecho canónico y divino como mínimo.

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