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Festejos con sangre animal

16 de Septiembre del 2011 - Julio Ortega Fraile (Vigo)

Tal vez se deba a mi ateísmo, pero se me hace muy cuesta arriba creer que santas, santos y demás divinos patrones de miles de pueblos y ciudades en este País, demanden a sus devotos un constante maltrato y sacrificio de seres vivos. 60.000 al año aproximadamente, la mayoría toros, arrancando adrenalina y risas a golpe de heridas, roturas, quemaduras, pedradas, atropellos, lanzadas y estertores. Miles de víctimas pagando con su sufrimiento y vida la cobardía de políticos incapaces de poner fin a prácticas que, por su inmunda naturaleza, desmienten los cínicos y canallas alardes de progreso, justicia e igualdad de los que hacen gala en sus mítines.

Claro que la religión no es el motivo, sino una disculpa que no hace sino enfangar a aquellos que profesando una fe verdadera la traducen en actos solidarios. Tampoco lo es la conservación de tradiciones. Quienes así lo afirman hipócritas, jamás serían partidarios de perpetuar el derecho de pernada para sus hijas o la esclavitud para sus hijos. Ni la diversión o la educación, porque ambas cuestiones no pueden ir legalmente ligadas a la exaltación de la violencia.

La experiencia demuestra que cuando la ley es cómplice o no puede ser aplicada, el ser humano es capaz de perpetrar acciones dañinas para terceros punibles en otras circunstancias. Las lapidaciones, las peleas de perros o los saqueos tras una catástrofe natural, constituyen ejemplos de esta degradación moral no siempre reprimida por la ética de cada cual.

Llegados a tal punto, antes que aguardar a los resultados de un cambio de sensibilidad en la sociedad a través de la educación y que llevará muchas décadas pues arrastramos siglos de cultura de la dominación es imprescindible crear una legislación que impida, sin excepciones, abusos producto del individualismo y del antropocentrismo que nos caracterizan.

Todos sabemos que el robo, la violación o el asesinato son conductas depravadas y extremadamente nocivas para la víctima. A pesar de esa certeza los gobernantes las prohíben sin esperar a que les pongan freno las conciencias particulares. Por eso, más allá del origen personal del gusto por la violencia con animales en algunos ciudadanos: diversión, ignorancia, intereses, sadismo, etc., es una obligación de nuestros estadistas no continuar siendo copartícipes de la misma empleando la herramienta que los votos les han otorgado: la redacción de leyes.

Vivimos días pródigos en fiestas locales en España. Cultura, entretenimiento y negocio son muy nobles aspiraciones, pero si para llevarlas a cabo se hace necesario que un toro, una vaquilla, un ganso, un pony, una ardilla o un burro experimenten un terrible tormento físico y psíquico que a menudo les conduce a la muerte, cualquier dignidad queda devorada por la perversión.

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